Hoy, podemos afirmar que contamos con acceso a más y mejores bienes y servicios, y que las condiciones para el consumidor han mejorado desde la creación de órganos reguladores como la Comisión Federal de Competencia (CFC) y la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel), entre otros.
Resulta fundamental prestar atención a las diversas iniciativas que, desde el Congreso, buscan hoy reformar a distintos órganos reguladores, ya que es gracias a decisiones tomadas por esos órganos que hoy contamos con varios proveedores de servicio de telefonía móvil, tenemos más acceso a crédito, e inclusive podemos escoger viajar en aerolíneas que por un menor precio nos llevan al mismo lugar.
Cuando en los 90 México tomó decisiones que cambiaron radicalmente la estructura de su economía, hubo que establecer ciertas reglas e instituciones que permitieran vigilar por el buen funcionamiento de los mercados.
En algunos casos, hay reguladores que han ido más allá de sus atribuciones, como lo hizo la propia Comisión Reguladora de Energía (CRE). Gracias a sus esfuerzos se han propiciado grandes proyectos de energías renovables, aún antes de que hubiera legislación en la materia. La Cofetel, el regulador más criticado, también ha realizado cambios relevantes promoviendo una reducción de los costos de interconexión, la expansión de canales digitales y licitando porciones del espectro radioeléctrico que por años permanecieron inactivos.
Sin embargo, simultáneamente contamos con regulaciones onerosas que frenan el crecimiento económico del país, y como consumidores, aún padecemos los abusos de mercados mal regulados. Además, resulta virtualmente imposible imponer multas a empresas responsables de violar las reglas. Es decir, estamos ante problemas que se derivan de reguladores y reglas del juego diseñadas de manera inadecuada.
Aquellas instituciones que se establecieron en los 90 han producido resultados mixtos. Intentos pasados de reforma no necesariamente han resultado en un mejor diseño para los órganos reguladores. Esto mantiene inconforme a una parte de la clase política, particularmente en el Congreso, que en los últimos meses ha subido el tema a la mesa. En esta serie de esfuerzos que se están proponiendo para reformar a los reguladores hay implicaciones positivas y negativas.
Es cierto que los órganos reguladores requieren una actualización. Fueron creados con base en un menú institucional que respondía más a las necesidades de una economía cerrada que una economía como la que tenemos hoy. Sin embargo, antes de proponer una reforma que los rediseñe por completo, vale la pena entender lo que está en juego. En primer lugar, está la participación que el Congreso debería -o no- tener en la designación de comisionados y rendición de cuentas de los órganos reguladores. En segundo lugar, la asignación de presupuesto a los mismos.
La bancada del PRI en el Senado se ha pronunciado a favor de conceder autonomía constitucional -como se le dio en su momento al IFE- a los órganos reguladores bajo el argumento de eliminar la supuesta interferencia política que el Ejecutivo ejerce sobre los órganos reguladores. En el caso específico de la CFC, la propuesta de reforma que se origina de dicha bancada estipula la remoción de los Comisionados actuales -quienes aún están cumpliendo sus periodos- y la designación de nuevos comisionados con la participación del Senado y ajustados a tiempos políticos.
El problema es que, si como ocurre con el IFE hoy en día, reformas como ésta implicaran que cada nombramiento y asignación presupuestal concerniente a los órganos reguladores tendría que pasar por una negociación política, entonces no estaríamos ante organismos blindados a la interferencia ni del Ejecutivo, ni del Legislativo, ni de los privados a quienes regulan. El rol del Congreso puede ser muy positivo, pero hasta ahora las razones dadas en el Senado parecen equivocadas.
Existen iniciativas que van en la dirección correcta, como la recientemente anunciada por la Comisión de Competitividad en la Cámara de Diputados. Esta iniciativa propone una modificación constitucional para que los órganos reguladores se encuentren al mismo rango de las secretarías de Estado y, así, adquieran mayor autonomía en su toma de decisiones y en materia presupuestal.
El reto estará en sentar las bases para contar con órganos reguladores que entiendan bien su objetivo (para qué regular) y que cuenten con las facultades y herramientas (presupuesto y personal) necesarias para promover mercados cada vez más competitivos. Que se privilegie la independencia del regulador por encima de cuotas partidistas, atribuciones claras por encima del favoritismo hacia un jugador en el mercado, y una evaluación real del impacto de dichos órganos -basado en beneficios económicos y sociales- por encima del afán por controlar instituciones.
Ninguna de las iniciativas ha prosperado aún, ni siquiera en comisiones, pero las implicaciones de una mala reforma tendrían un impacto de largo plazo no solamente para los propios órganos reguladores, sino para la economía y los consumidores mexicanos.
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