¿Qué nos dice la más reciente reforma electoral sobre el futuro del país? Sin duda, fue un gran éxito que los legisladores de los tres partidos grandes hayan logrado resolver diferencias que parecían imposibles de zanjar. Sin embargo, el hecho de aprobar una legislación no implica que ésta constituya una mejoría sobre la existente o que su implementación vaya a mejorar la vida política (para qué hablar del bienestar) de los mexicanos. La nueva legislación me recuerda al intercambio que Alicia (la del país de las maravillas) sostiene con Cheshire, el gato: Alicia: “¿Podrías por favor decirme qué camino debo seguir de aquí?” El gato: “Eso depende fundamentalmente de hacia dónde quieres ir”; Alicia “No me importa hacia dónde”; gato: “entonces no importa qué camino tomes”; Alicia “… mientras vaya hacia algún lado”; gato: “Ah! Seguro lo lograrás mientras camines por suficiente tiempo”. A diferencia de Alicia, a los mexicanos sí nos hace diferencia hacia donde nos conducen los políticos y el camino que han escogido no augura nada bien.
Hay muchos detalles que incorpora la nueva legislación en materia tanto procedimental como de financiamiento de las campañas que ameritan elogios. Sin embargo, lo preocupante no son los detalles sino el conjunto. En contraste con muchos de los críticos, a mí me parece que debe existir la opción de las candidaturas independientes, pero la ley no debe promoverlas porque en un minuto acabaríamos con un mundo de oportunistas. Dicho en otros términos, si un aspirante a la presidencia no puede lograr 780 mil firmas que mejor ni lo intente. Por el lado del financiamiento de las campañas, Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas, jamás hubiera podido imaginar el surrealismo que caracteriza a la política mexicana: todos los que votaron por todavía más restricciones y controles en esta materia saben perfectamente bien que ellos serán los primeros en violar sus preceptos en la próxima campaña. En lugar de transparencia optan por la opacidad que es prima hermana de la corrupción. El caso de la reelección es todavía más patético.
Lo específico de la ley entraña algunos avances y algunos retrocesos, pero el tenor general es uno de negación de la realidad y de la naturaleza humana. En 1996 se logró una legislación electoral que abría oportunidades de participación política, esbozaba la posibilidad de construir una polis democrática y colocaba al ciudadano en el corazón de la política mexicana. No era una ley perfecta (como ninguna lo es), pero constituía el final de una lucha épica por romper con el control monopólico de un partido sobre la política nacional.
A partir de entonces, todas las reformas subsecuentes han ido en sentido opuesto. Cada nueva versión entraña mayores restricciones, controles e impedimentos. Cada una de ellas es más ignorante y distante de las realidades políticas y de la naturaleza humana: cada restricción invita respuestas subrepticias que no hacen sino negar el propósito de la legislación. Los detalles nos dicen que los políticos y los partidos tratan de resolver diferendos de fondo por medio de reglas inaplicables en la vida real. Pero lo paradójico es que esta forma de actuar tiene el efecto opuesto al deseado: en lugar de fortalecer la credibilidad en los procesos electorales y conferirle confianza a la ciudadanía en la veracidad de los resultados, lo que se logra es la mayor incredulidad y desconfianza que evidencian las encuestas.
La razón de lo anterior no es difícil de dilucidar: los detalles responden a problemas particulares, sospechas y situaciones previamente vividas que se tratan de resolver o al menos atenuar con un número cada vez mayor de artículos en la ley. Pero, claramente, el propósito general no es el de resolver sino el de afianzar el oligopolio de tres partidos en que se ha convertido la política mexicana donde la competencia ya no es lo importante (como sí lo era en 1996) porque ha sido reemplazada por el clientelismo, la apropiación de los dineros y la permanencia eterna en el poder. El mundo de los moches.
Entre 1997 y 2000, cuando el PRI perdió la mayoría en el congreso, los partidos de oposición hicieron gala de la nueva realidad, pero no era grandeza lo que los animaba, sino vanidad. En sendos discursos como respuesta al Informe Presidencial, Porfirio Muños Ledo (entonces en el PRD) y Carlos Medina Plascencia del PAN se aparecieron como jóvenes imberbes atacando a la institución presidencial y clamando por la paridad de poderes. Ofensivos en su estilo, al menos mostraban una apuesta a la apertura y a la competencia franca. Hoy ningún político se animaría a leer un discurso similar: lo ofensivo se ha tornado permanente, pero ya ninguno apuesta a un sistema político abierto y competitivo. Los partidos y los legisladores se han convertido en uno más de los muchos monopolios que tanto critican en otros ámbitos.
El asunto se torna todavía más grave cuando uno compara lo logrado con los desafíos reales del país: el problema político no es de financiamiento de campañas o de autoridades electorales sino de gobierno. El país carece de gobierno en muchas regiones del país y su naturaleza general es por demás mediocre. Los legisladores se concentran en reformitas retardatarias en lugar de construir un sistema político efectivo que permita el desarrollo de un sistema de gobierno susceptible de enfrentar los problemas de seguridad y crecimiento económico, los dos asuntos que realmente importan a la ciudadanía.
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