Año y medio ha transcurrido desde que el Presidente Calderón emitió el decreto por el cual cerró operaciones Luz y Fuerza del Centro (LyFC). Luego de un periodo de calma entre los integrantes inconformes del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y el Gobierno Federal, el conflicto volvió a las calles. Pero esta vez las protestas alcanzaron un nuevo nivel, las exigencias se convirtieron en violencia -vehículos destrozados y quemados, enfrentamientos con la policía e, incluso, periodistas y ciudadanos lesionados. Sobre las causas se ha especulado mucho, pero lo indiscutible es que -ante la ausencia de dialogo y el clima de impunidad- se recurre a la violencia, contradictoriamente, como mecanismo para resolver conflictos.
Mientras el Gobierno Federal extiende la resolución del tema y se abstiene de conciliar los beneficios económicos del cierre de LyFC con los derechos adquiridos de los miembros del sindicato, éste se define como una fuerza opositora al Gobierno Federal -como muchos otros grupos de presión- capaz, por momentos, de poner en jaque la capital mexicana y de movilizar a miles de ciudadanos. En ese escenario, la idea de que un grupo político use la resistencia del SME a su favor es natural. Sin embargo, la brutalidad como medio para difundir mensajes puede rápidamente convertir un activo en un pasivo. Es un hecho que parece entender tanto el Gobierno Federal, al negarse a negociar mientras sigan los sucesos violentos, como el del Distrito Federal al reconocer que era imposible no ejercer acciones contra los responsables.
Más allá de la dinámica política, la forma en la que sucedió esta manifestación no es un tema menor. La posibilidad de delinquir sin recibir un castigo habla, ni más ni menos, de la fragilidad del Estado de Derecho. Hay 11 miembros del SME detenidos por el incidente de esta semana, sin embargo, de acuerdo con las autoridades del Distrito Federal, si los propietarios de los vehículos quemados no presentan una denuncia entonces los responsables saldrán bajo fianza. El derecho a manifestarse -entendido como una libertad de expresión- es una prerrogativa ciudadana, pero sin límites y alcances se convierte en un riesgo a la convivencia ciudadana y al propio Estado de Derecho.
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