Cuando el Presidente Calderón califica el incendio del casino en Monterrey como un acto de terrorismo pareciera que lo hace sin conocer los supuestos y consecuencias jurídicas que implica una declaración de esa naturaleza. El terrorismo, como cualquier otro delito, requiere que desarrollen una serie de supuestos para poder ser definido como tal. De acuerdo con la legislación nacional, el terrorismo se compone de tres elementos: 1) uso de mecanismos violentos -entre los cuales está el incendio- en contra de las personas, las cosas o servicios públicos, 2) que produzcan alarma, temor o terror 3) la motivación de atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad para que tome una determinación. Pareciera que, en Monterrey, los primeros dos supuestos se actualizaron. Sin embargo, no queda claro si los responsables eligen sus objetivos al azar y, sobre todo, desde cuándo tienen la clara motivación política de atentar contra el gobierno en turno.
Si existiese consciencia al respecto se podría presumir que el mensaje que busca transmitir el Presidente está cuidadosamente articulado, que ha trazado las consecuencias jurídicas de apelar al terrorismo y que llegar a ellas es precisamente su objetivo. Lo anterior es así porque, en el plano nacional, equiparar el crimen organizado con terrorismo, implica dejar atrás la discusión sobre la participación del Ejército en tareas de seguridad pública y abrir las puertas a una nueva estrategia de defensa nacional.
Claro que, dadas las limitaciones del sistema de procuración de justicia nacional, una investigación exitosa de redes financieras parece poco probable. Sin embargo, el terrorismo es un delito que trasciende fronteras e invita a la cooperación internacional. Por ejemplo, México y Estados Unidos han firmado y ratificado la Convención Interamericana contra el Terrorismo y, bajo ese cobijo jurídico, el gobierno estadounidense tendría argumentos legales válidos para intensificar su labor de investigación en el país y para congelar, embargar o decomisar fondos.
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