Pudo haber quedado satisfecho con los tiempos extra, pero decidió irse directo a los penales. El problema con ese modo de proceder es que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Imposible pronosticar cómo actuará el Tribunal Electoral, mas es claro que tomará una decisión en un entorno extremadamente politizado y bajo la enorme presión del candidato que está impugnando la elección, pero no sólo de él, también de los más de 40 millones de votantes que participaron en la elección, 65% de los cuales optaron por un candidato distinto. Por ello, al margen de las intenciones, la decisión de López Obrador de disputar el resultado oficial de las elecciones del 2 de julio pasado lo pinta de cuerpo entero. Será la segunda ocasión en que comete un error garrafal.
El sistema electoral que nos rige es de las pocas instituciones excepcionalmente bien estructuradas en el país. Las instituciones que lo integran cuentan con mecanismos de revisión y supervisión que garantizan la conducta profesional de sus integrantes y aseguran la equidad de cada elección. Como pudimos apreciar en las últimas semanas, el IFE sólo administra la elección y oficializa el resultado, pero es el Tribunal quien declara el ganador. Se trata de un mecanismo de pesos y contrapesos único en un entorno en el que las instituciones públicas suelen contar con facultades excesivas, al extremo de la arbitrariedad. No es el caso del sistema electoral, en el que todo fue diseñado para compensar la extraordinaria desconfianza histórica que lo originó.
El mecanismo electoral no sólo prevé las impugnaciones, sino que las convierte en un componente integral del proceso. Todo candidato, ganador o perdedor, tiene consagrado su derecho a impugnar el resultado y a recibir un trato justo por parte del Tribunal. Hasta ahí, el candidato perdedor no sólo tiene derecho, sino la obligación con quienes votaron por él de exigir garantías de que todos los votos cuenten y sean contados. Pero una vez rebasado ese umbral, se abandona el marco de lo institucional y se entra en el terreno de la política. Es decir, se violenta el principio elemental de cualquier democracia en el que sólo los electores deciden, a través de su voto individual, quién los gobernará. Se entra a la contienda bajo las reglas existentes y se participa de principio a fin bajo las mismas. Esto es un presupuesto básico del juego democrático.
AMLO ha decidido impugnar por el lado institucional, pero desafiar al mismo tiempo la legitimidad de las instituciones. Acompaña ese desafío con la amenaza de violencia y la movilización política, el cierre de vías de comunicación y otros actos de intimidación. Esta manera de actuar implica adentrarse en el plano de la lucha política no institucional. Ese paso tiene consecuencias y, desde mi perspectiva, constituye un grave error porque revive la asociación entre la izquierda y la violencia y su rechazo a las instituciones. De esta manera, posterga, una vez más, su posibilidad de acceder al poder por la vía electoral. Las consecuencias de romper con la institucionalidad son inconmensurables.
No es la primera vez que AMLO comete un error de trascendencia. De hecho, no tengo la menor duda que tenía todo para ganar y que en décadas no habíamos tenido un candidato con su capacidad de cautivar al electorado. A lo largo de sus años al frente del gobierno del DF, AMLO construyó su candidatura con diligencia, habilidad y determinación. Su presencia, la forma deliberada de comunicarse y la visibilidad de sus proyectos de infraestructura proyectaron la imagen del “hombre fuerte” del mito histórico, el que asociaba a Juárez con la identidad nacional. Atrajo a millones de mexicanos que añoran soluciones y se sienten desamparados ante un gobierno ineficaz, incapacitado para actuar. Prometía soluciones que eran fáciles de entender y con las cuáles era fácil sentirse identificado. No cabe la menor duda que tocó un nervio profundo y no sólo de quienes votaron por él. De haber tenido una buena oferta económica habría arrasado.
Y ese es el punto nodal, su primer y catastrófico error. AMLO entendió que la población vive momentos difíciles e inciertos. La economía del país no es mala, pero tampoco resuelve los problemas del mexicano “de a pie”, como se le ha llamado. La globalización económica es un hecho ineludible, pero no hemos sido particularmente diestros para aprovecharla o, al menos, para atajar sus peores manifestaciones. El mexicano promedio experimenta temores respecto a su futuro y el de sus hijos, a la vez que observa los excesos verbales y de comportamiento de quienes sí se han beneficiado. En su reclamo por la injusticia y desigualdad que vive el mexicano prototípico, AMLO no sólo sumó a los pobres y, sobre todo, a las clases medias urbanas, sino incluso a muchos de los mexicanos más prominentes que también comparten temores similares. AMLO tenía todo para ganar, excepto una buena propuesta económica.
AMLO se derrotó a sí mismo al no contar con una respuesta factible y razonable frente a las dificultades que sufre el país. Su diagnóstico era impecable y formidable su capacidad para construir una base política, pero su propuesta de solución no era más que un retorno a lo que ya habíamos vivido décadas atrás: meter la cabeza en la arena y pretender que podemos abstraernos del mundo. AMLO no contó con dos factores clave de la realidad nacional: uno, que la población sí recuerda las crisis económicas y los tiempos inflacionarios y no quiere más de eso. Aunque en el discurso sonara atractivo, suponer que un conjunto de programas de gasto y subsidios, aunados a una retórica de confrontación social, iban a resolver los problemas del país, llevó a que muchos de sus potenciales votantes concluyeran: “esta película ya la viví”. Los electores resultaron ser más cautos de lo que AMLO especuló.
El otro factor que derrotó a AMLO fue la información con que cuenta la población y le decía algo muy distinto a lo que estaba escuchando de la boca del candidato. Los millones de mexicanos residentes en el extranjero no sólo mandan remesas, sino ideas y lecturas de la realidad. La globalización es un hecho y México tiene que prepararse para ser un país ganador en esas ligas. Lo que derrotó a AMLO no fue su diagnóstico, sino su visión de México como una nación tan excepcional que puede ignorar al resto del mundo.
Si la izquierda quiere triunfar, tendrá que jugar dentro de las reglas y desarrollar una propuesta idónea, compatible con el mundo que vivimos, así como ofrecer algo más que una visión ideológica priísta y trasnochada.
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