El 30 de junio se cumplió un año del trágico evento en el municipio de Tlatlaya, Estado de México en el cual 22 civiles murieron y un militar resultó herido. El caso ilustra como, a casi una década de iniciada la guerra contra el narcotráfico y a pesar de todos los recursos invertidos en capacitación, las acciones en materia de seguridad desplegadas por el Estado mexicano aún son incapaces de garantizar la protección a los derechos humanos. De forma preocupante, es evidente que en la práctica persiste la idea de que un eficaz combate a la delincuencia es incompatible con el respeto de los derechos humanos.
La decisión del ex Presidente Felipe Calderón de enfrentar a los grupos del crimen organizado, aunada a las evidentes deficiencias institucionales de las policías, justificó el despliegue de las fuerzas militares para desempeñar labores de seguridad pública. La decisión de encargar estas tareas a una corporación de corte castrista, entrenada para operar bajo una lógica de guerra, implicó que las violaciones a derechos humanos en el país fueran cada vez más frecuentes. En 2006, antes del despliegue militar, el Ejército acumuló menos de 200 denuncias por violaciones a derechos fundamentales; para 2012 esta cifra ascendió a más de 1400 denuncias.
En la persecución diaria del crimen, las fuerzas armadas parecen actuar bajo la premisa que establece que el respeto a los derechos humanos obstaculiza un eficaz combate al crimen. Casos como Tlatlaya demuestran los abusos de un aparato estatal que es incapaz de garantizar el respeto a la vida e integridad de las personas en un contexto de inseguridad. El índice de letalidad en enfrentamientos entre el Ejército y presuntos grupos criminales presenta indicios de una política ajena a cualquier consideración de derechos: desde 2008 y hasta 2013 se superó el umbral de más de 15 civiles muertos por cada miembro de la fuerza de seguridad; en el año 2011 el índice fue de 32 civiles muertos por cada miembros del Ejército fallecido.*
Por otro lado, el reciente informe sobre México en el año 2014 elaborado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos presenta un panorama desolador caracterizado por las violaciones graves a derechos humanos: ejecuciones extrajudiciales (Tlatlaya), desapariciones forzadas (Ayotzinapa), tortura (552 quejas en la CNDH), detenciones ilegales (663 quejas en la CNDH) y abuso de la prisión preventiva (sobrepoblación del 27 por ciento a nivel nacional). Sin embargo, el mensaje más contundente del informe consiste en afirmar que estos actos de violencia contra la población no provienen únicamente de los grupos del crimen organizado sino que cada vez más el responsable es el Estado mexicano. Ante estos datos, la crisis de derechos humanos es evidente.
A pesar de que el gobierno mexicano presuma un andamiaje normativo e institucional de protección de derechos fundamentales, la renuncia –en la práctica- al respeto de estos derechos justificada bajo la falsa premisa de que solo así se podrá garantizar la seguridad no ha logrado ninguna de sus promesas: 1) la violencia y las tasas de homicidios dolosos han repuntado a partir de marzo de 2013 y estamos muy lejos de los mínimos registrados en 2007 (ver Gráfica); 2) la violencia –antes focalizada en el norte del país- se ha extendido hacia el sur a estados como Jalisco, el Estado de México, Guerrero, o recientemente el Distrito Federal; y 3) se ha dado lugar a una fragmentación de los grupos criminales que ha derivado en el surgimiento de nuevas organizaciones.
Elaboración propia con datos del SNSP
La asimetría entre las capacidades y las exigencias del Ejército ha resultado en implicaciones para la estabilidad institucional del Estado que no deben minimizarse. Por una parte, las acusaciones y los cuestionamientos hacia las acciones del Ejército han propiciado una reducción en la confianza ciudadana hacia dicha institución (5 por ciento solo entre 2013 y 2014).** Por otra parte, se ha generado una peligrosa tensión entre el Ejército y el Ejecutivo. En fechas recientes, el Secretario de la Defensa Nacional –el General Cienfuegos- ha expresado el malestar de las fuerzas castrenses por ser obligadas a desempeñar tareas de seguridad pública sin contar con el respaldo de una legislación que regule sus labores.
Desde el Ejército está claro que la institución ha sido la principal acusada por violaciones a derechos humanos y la preocupación de que en el futuro se pudiera fincar algún tipo de responsabilidad penal no es menor. Sin embargo, las prospectivas de que esto ocurra son poco plausibles. Como señala el informe de los Estados Unidos, a pesar de la buena noticia que significó el retiro de las reservas al capítulo 9 de la Convención Interamericana y, por ende, el fin del fuero militar en casos de desaparición forzada***, los índices de impunidad en las violaciones contra derechos humanos son preocupantes. En la mayoría de los casos las instituciones de procuración de justicia carecen de voluntad para llevar ante los tribunales civiles a miembros del ejército implicados en crímenes contra civiles.
El despliegue militar tuvo como uno de sus principales objetivos fungir como una situación provisional que permitiera la capacitación y depuración de las policías con el propósito de que éstas retomaran eventualmente las tareas de seguridad. Tras años de “reforma” policial, exámenes de confianza y recursos invertidos, muy pocas policías en el país han evidenciado mejoras considerables. En este contexto, se está en el peor de los escenarios: las policías carecen de las competencias y fortalezas institucionales que les permitan hacer frente al crimen organizado y, por ende, no existen las condiciones para determinar la vuelta del Ejército al cuartel.
*De acuerdo con Paul Chevigny (1991), la muerte de más de 10 o 15 civiles por cada agente de seguridad fallecido en enfrentamientos es un indicador que sugiere que la fuerza letal se está usando más allá de lo necesario. Ver: Pérez Correa, Silva Forné, & Gutiérrez Rivas. Índice de letalidad, menos enfrentamientos, más opacidad. http://www.nexos.com.mx/?p=25468
**De acuerdo a los datos registrados en un sondeo telefónico del Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP) de la Cámara de Diputados.
***Esta decisión responde a los requerimientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a partir de la resolución del caso Radilla-Pacheco.
Semana Política es elaborada por: Ximena López, Mariana Meza, Carlos de la Rosa, Santiago Martínez, Rafael Vega. Editora: María Novoa.
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