Luis Rubio / Proceso
México se encuentra en un momento crítico y de enorme debilidad. Por una parte, enfrenta una compleja renegociación del instrumento medular del funcionamiento de la economía del país; por otra, a lo largo del casi cuarto de siglo desde que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC), no se llevaron a cabo reformas políticas congruentes con la consolidación de un Estado de derecho que es, en su esencia, la razón de ser del TLC. La debilidad es doble: primero que nada, el TLC es el principal motor de la economía mexicana; en segundo lugar, no existen substitutos naturales. Los abruptos movimientos en el tipo de cambio de los últimos meses no son producto de la casualidad.
En su origen, y en su esencia, el TLC fue concebido con objetivos políticos, no económicos, aunque su manifestación fuese de ese carácter. El mexicano fue un planteamiento atrevido que buscaba lograr certidumbre en el ámbito interno y garantías legales para inversionistas del exterior, ambos requisitos para echar a andar la economía mexicana luego de una década (los ochenta) en que el crecimiento había sido sumamente bajo y el país había estado a punto de caer en la hiperinflación. La crisis de 1982 había dejado al país al borde de la bancarrota y, a pesar de numerosas reformas financieras y estructurales, la economía no recuperaba su capacidad de crecimiento. En este contexto, la mera noción de buscar a Estados Unidos -el enemigo histórico del régimen priista- como parte de la solución a los problemas mexicanos constituía una verdadera herejía.
Así, la decisión del gobierno mexicano en 1990 de proponerle a Estados Unidos la negociación de un acuerdo comercial general tuvo una naturaleza profundamente política. Para ese momento, el gobierno mexicano llevaba varios años incorporando cambios drásticos en su política económica, dejando atrás las políticas industriales y comerciales de corte autárquico de las décadas anteriores. La nueva política económica entrañaba un cambio radical, una redefinición de la función del gobierno en la economía y en la sociedad, abandonando su propensión a controlarlo todo, para colocarse como el generador de condiciones para que el crecimiento económico fuese posible, un cambio dramático en términos filosóficos.
La pregunta que se hacía el gobierno era cómo elevar la tasa de crecimiento en un contexto de enorme incertidumbre e incredulidad, no sólo entre la población en general sino especialmente en el sector privado y en el exterior, de cuyas inversiones dependía la capacidad de crecer, elevar la productividad y resolver los problemas de balanza de pagos que, por décadas, habían sido el talón de Aquiles de la economía mexicana. Luego de múltiples reformas sin crecimiento en la inversión, comenzó a ser evidente que la liberalización por sí sola no aseguraría la confianza del sector privado.
Para los inversionistas, igual nacionales que extranjeros, invertir en México era sumamente atractivo, pero siempre y cuando existiera un marco de certidumbre tanto legal como regulatorio que permitiera tener confianza en la permanencia de las condiciones existentes en el momento de invertir. Es decir, luego de décadas de crisis, políticas económicas cambiantes, expropiaciones y actos gubernamentales negativos a la inversión, era imperativo generar condiciones que aseguraran que la estrategia económica general permanecería independientemente de quien estuviera en el gobierno.
El propósito inmediato de las reformas había sido el de resolver la problemática económica para evitar el colapso de toda la estructura política tradicional: calculaban, o percibían, que al colapso económico le seguiría otro en el sistema político. Mantener el statu quo político implicaba, por tanto, una reestructuración profunda de la economía. Desde este punto de vista, las reformas económicas fueron profundamente políticas en su naturaleza. Esta circunstancia también explica por qué no se lanzó una reforma política de manera paralela y por qué siguen existiendo tantas contradicciones en la forma como el gobierno protege diversos intereses del sector paraestatal y de otros más, mismos que han impedido una franca recuperación económica. En una palabra, el gobierno mexicano nunca se propuso una transformación integral del país; su propósito era modificar la política económica para preservar el statu quo político. La combinación de diversas reformas con el TLC permitió justamente lograr ese objetivo hasta ahora, en los últimos dos años, Trump puso en entredicho todo el esquema.
Tan fuerte es el statu quo que el orden político no varió con las dos administraciones panistas (2000-2012), es decir, no hubo un cambio de régimen ni bajo la presidencia de un partido que nación en reacción al viejo sistema nacido de la revolución. Este hecho sugiere la enorme complejidad que enfrentamos para llevar a cabo una transformación institucional, llegue quien llegue a la presidencia el próximo año. Es también una de las razones clave que explican la enorme debilidad con que llega el país a este proceso, no anticipado, de renegociación del TLC.
Las reformas en perspectiva
En el entorno de enorme polarización que caracteriza a la política mexicana en la actualidad es fácil ignorar, u olvidar, la relevancia y trascendencia de las reformas que, desde fines de los ochenta, comenzaron a emprenderse. Luego de décadas en que la política económica había servido a los intereses de un grupo de industriales y políticos relativamente pequeño, la reforma económica representó un rompimiento trascendental con el pasado y una nueva definición de las alianzas políticas. Al liberalizar la economía, el gobierno perdió control del sector privado y, con eso, de los sindicatos de empresas sujetas a la competencia. Así, cambió la esencia del viejo régimen. Por su parte, la liberalización de la economía constituyó una apuesta implícita de que se generarían nuevos apoyos por parte de los consumidores, la clase media que de ello emergería y de una porción importante de los trabajadores, empresarios y exportadores. Para todos estos grupos, el TLC constituía una garantía de la permanencia de la reforma económica y, consecuentemente, de la viabilidad política del régimen.
El TLC logró convertirse una garantía para los sectores empresariales (tanto domésticos como extranjeros), a los que se asignaba la enorme responsabilidad de hacer posible la recuperación económica, y a los mexicanos en general, de que a cualquier gobierno futuro no le quedaría más remedio que continuar con el proceso de reforma para alcanzar una etapa de desarrollo más elevada. No es que el TLC no pudiera cancelarse, sino que los costos de hacerlo serían tan elevados que nadie intentaría hacerlo.
Y ahora Trump…
Desde su campaña, era evidente que Trump constituiría un enorme desafío para México. Su inflamante retórica anticipaba una nueva relación política y un severo riesgo para las fuentes de sustento de la economía mexicana. Independientemente de las causas y motivaciones de su retórica anti mexicana, el efecto sobre México no se hizo esperar. De hecho, tan pronto asumió la presidencia lanzó una serie de iniciativas por demás perniciosas para el país, incluyendo una renegociación el TLC sin que existieran objetivos comunes o un acuerdo sobre el propósito de la misma.
Estas circunstancias han llevado al entorno de enorme incertidumbre que hoy vivimos. Todo mundo percibe los riesgos, pero la discusión se reduce a si México debería levantarse de la mesa de negociaciones o amenazar con cesar otras formas de cooperación con el gobierno estadounidense. Estas posturas ignoran la función política del TLC dentro de México, esas que lo han hecho tan popular al grado en que nadie se atreve a atacarlo de manera directa.
El hecho de que Trump haya puesto en entredicho la viabilidad del TLC le quita parte de sus virtudes, ese “certificado” de buena conducta que el tratado representaba por parte del gobierno norteamericano. Esto implica que, si bien la potencial terminación del TLC con Estados Unidos (porque, presumiblemente, seguiría con Canadá), no reduciría la dinámica exportadora que hoy existe (y que constituye el principal motor de crecimiento de la economía), lo que sí pondría en riesgo sería la capacidad de atraer nuevas inversiones. De hecho, la inversión se ha reducido drásticamente desde que comenzó la retórica de Trump en 2016.
La debilidad de la postura mexicana en las negociaciones se deriva no del TLC mismo sino del hecho que, por todos estos años, no se llevaron a cabo reformas políticas e institucionales que afianzaran un Estado de derecho, la única forma en que el país puede reemplazar la función política del TLC. O sea, el riesgo no es, en sentido estricto, de carácter económico: el riesgo radica en que desaparezca la única fuente de confianza y certidumbre que hoy existe en el país y que, de manera consciente o inconsciente, es la fuente de estabilidad para la clase media, los empresarios y los inversionistas. Y ese riesgo crece dramáticamente cada que un candidato, sobre todo AMLO, propone cambios radicales a la política económica, algo que era menos amenazante antes de que llegara Trump.
El gobierno mexicano está jugando una débil baraja con gran habilidad. Ha desarrollado una estrategia integral para la relación bilateral y, aunque la amenaza de suspender la cooperación que hoy existe en terrenos como el de la seguridad es contraproducente (y ambas partes lo saben), los estadounidenses de facto reconocen importancia de un México estable y exitoso. Esto desde luego no resuelve los planteamientos agresivos que han planteado en la mesa de negociaciones porque, a final de cuentas, hoy, como en 1994, el problema de México es interno y ese no se va a resolver hasta que, por medio de reformas internas, sobre todo políticas e institucionales, deje de requerirse una garantía internacional.
Luis Rubio es presidente del Consejo Mexicano de Relaciones Internacionales y de México Evalúa-CIDAC. Su libro más reciente se intitula Un mundo de oportunidades, publicado por el Wilson Center.
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