Transición intergubernamental: ¿para qué?

Presidencia

La semana pasada, el IFAI reveló que la gira de Enrique Peña por Sudamérica habría costado al erario público alrededor de 2 millones de pesos. De acuerdo al Presupuesto de Egresos 2012, el monto público destinado a la transición de gobierno es de 150 millones de pesos (1.6 millones diarios si se divide entre los 91 días del periodo entre el 31 de agosto que el presidente electo recibió su constancia de mayoría, y el 1 de diciembre que tomará posesión). A pesar de que esos recursos podrían palidecer ante otros presupuestos más o menos inútiles o mal administrados que caracterizan a la administración pública en México, no dejan de ser un gasto cuestionable, en especial si se considera la relación costo-beneficio. Entonces, ¿para qué sirve la transición?; ¿vale la pena que el periodo de entrega-recepción del gobierno sea uno de los más largos del mundo?
Más allá de las cinco reuniones privadas que han sostenido hasta el momento el presidente Calderón y el presidente electo, la presente transición no ha tenido demasiadas sorpresas, ni vislumbra cambios significativos. Si bien Peña había anunciado la presentación de tres iniciativas, por medio de las bancadas priistas en el Congreso (transparencia, anticorrupción y control en el gasto de las entidades en materia de medios), sólo la reforma de transparencia ha visto la luz a la discusión. En sí, parece que no hay todavía proyecto claro de qué va a hacer después del 1 de diciembre (mucho menos cómo). Sobre la ley de transparencia, el fin de semana se presentó un hecho curioso: en un acto en Chihuahua, Calderón exhortó al Congreso a aprobar las reformas que México necesita: “También, agradezco siempre su responsabilidad en los temas de importancia nacional. Me uno, también, a un muy respetable exhorto a que el Congreso de la Unión pueda, finalmente, resolver y encontrar las coincidencias y encontrar la manera de resolver las discrepancias en los muy importantes proyectos que están en curso, tanto en materia de Reforma Laboral, otro factor que le puede dar gran competitividad al país, como en la materia de la Ley de Transparencia, que, también, presenté a su distinguida consideración”. ¿No se supone que esa última iniciativa la puso sobre la mesa Peña? Esto es sólo un ejemplo de que, al menos en el arranque, la agenda del nuevo gobierno se sustentará en las continuidades que le marque el saliente.
Sin duda, la administración entrante no generó una expectativa de cambio radical como sí lo hizo Vicente Fox en 2000. Las motivaciones para “sacar al PAN de Los Pinos” no giraron en torno a una exigencia de modificar el estado de cosas, el cual pudo no haberse transformado esencialmente en los doce años de gobiernos panistas, sino en un ánimo de cambiar de administradores. Suele satanizarse la continuidad, en particular cuando hay un relevo partidista. Sin embargo, esto no siempre es exacto. Peña, y la clase política que lo rodea, ha intentado definirse como “un nuevo PRI”, una institución que “ha aprendido” de los errores que provocaron su salida del poder. La realidad es que, de acuerdo con las caras que pueden verse en los círculos de influencia del mexiquense, es más fácil percibir el regreso del priismo tradicional que el de uno “arrepentido” y con formas renovadas (aunque tal vez sí mejoradas). Si se considera que el tricolor jamás perdió el control de las maquinarias de la mayoría de los estados, que conservó bancadas respetables en ambas cámaras legislativas y que, incluso, logró posicionar sus cuadros en la burocracia de la alternancia, su retorno (o continuidad) no es algo extraño. La pregunta entonces es, ¿para qué perder el tiempo en viajes de pasarela y en juntas secretas cuando las cosas parecen estar tan claras? ¿Vale la pena financiar una transición?
El punto relevante acaba siendo menos el gasto o los viajes que el concepto de transición que fue diseñado en la era del PRI cuando no estaba en discusión el resultado de la elección y el periodo se empleaba para darle forma al nuevo gobierno. En países democráticos –se puede recordar el caso reciente de Francia- el periodo electoral dura apenas unas cuantas semanas y la transición ocurre dos semanas después del día de la elección. De esta manera se evitan los dos absurdos que estamos viviendo estos días: por un lado, un inexplicable activismo de la administración saliente y, por el otro, un reclamo constante a la entrante sobre asuntos respecto a los que no tiene responsabilidad ni instrumentos para procesar. Si las cosas son complicadas no habiendo conflicto ni diferencias profundas entre las dos administraciones, imaginemos el caso en que si lo haya.

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