En el Congreso de la Unión, el periodo vacacional de Semana Santa será un preámbulo a un mes de intenso trabajo legislativo. Dos de los pendientes que los tribunos han señalado como urgentes de aprobarse antes del fin del último periodo ordinario de sesiones de la LXII Legislatura son: uno, la revisión de la minuta de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información (LGTAI) en San Lázaro; el otro, la discusión en el Senado acerca de las reformas constitucionales en materia de combate a la corrupción. Ambas cuestiones han sido alabadas no sólo por sus respectivas cámaras de origen, sino también por un sector entusiasta de la sociedad civil que percibe avances significativos en esos temas clave para la consolidación de la democracia en México. No obstante, a pesar de la innegable inclusión en dichas reformas de mecanismos derivados de convenciones internacionales de vanguardia, y del diseño de instituciones muy atractivas en teoría –como un IFAI con mayores atribuciones, una Secretaría de la Función Pública renacida y con su titular ratificado por el Senado, o la creación de un Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TRIFEJA) con la encomienda de “dirimir las controversias que se susciten entre la administración pública federal y los particulares”—, es importante mesurar el optimismo al revisar con detalle el contenido de las minutas.
En una dinámica similar a lo sucedido con las herramientas de democracia directa que fueron legisladas en la reforma político-electoral de 2012, donde la sociedad civil se congratuló de ver plasmadas en la Constitución figuras como la consulta popular, la iniciativa ciudadana, y las candidaturas independientes, las reformas de transparencia y anticorrupción podrían estar generando un entusiasmo que terminará topándose con una realidad muy alejada del triunfalismo inicial. Cabe recordar que, a la hora de ponerlas en práctica, tanto el desconocimiento de su existencia, como la impericia en su operación y, por supuesto, los candados que acompañaron su diseño legislativo –lo que podrían denominarse las “letras chiquitas” de las leyes—, terminaron por hacerlas inútiles. En lo referente a las cuestiones de transparencia y anticorrupción, la tentación a establecer candados es aún mayor, sobre todo porque están vinculadas al factor que más pesa a la clase política: los recursos. De hecho, no se debe olvidar cómo una de las restricciones impuestas a la consulta popular, por ejemplo, fue no poder tocar asuntos concernientes a ingresos y gastos. Ese cuidado no se tuvo con la iniciativa ciudadana, la cual no tiene límites temáticos más que la propia Constitución, pero no era siquiera necesario porque el principal freno se encuentra en la mera posibilidad de ser rechazada en comisiones legislativas. La idea de la élite político-partidista, sin importar el color de pertenencia, es evitar dañar en lo esencial el statu quo, es decir, no comprometer el ingente acceso al dinero público y, de ser posible, hacerlo de la forma más discrecional posible.
Para muestra de lo anterior, tres botones. Uno, la minuta de la LGTAI, en su artículo octavo transitorio, estipula que las nuevas obligaciones de transparencia contenidas entre los artículos 70 y 83 de la ley, no tendrán carácter retroactivo para los sujetos obligados. Esto significa que la información de entidades como partidos políticos, sindicatos y fideicomisos estaría teniendo una especie de “borrón y cuenta nueva” a partir de la eventual promulgación de la ley. Dos, el Congreso se ha auto-investido con un periodo de gracia para armonizar sus reglamentos y hacer efectivos los postulados de la reforma. Históricamente, los recursos del Poder Legislativo han gozado de una gigantesca opacidad. Tal cosa no es casual si se considera que los grupos parlamentarios y sus miembros suelen destinar parte de sus ingresos en labores de gestión política cuya fiscalización, por cierto, no es del todo transparente. En tiempos electorales, semejante excepción suena harto conveniente. Tres, el llamado Sistema Nacional Anticorrupción tendrá más controles partidistas que constitucionales. Así, los magistrados del TRIFEJA, un tribunal concebido como autónomo, serán ratificados por el Senado a propuesta del presidente de la República, mientras que los titulares de los órganos internos de control de los organismos autónomos del Estado serán nombrados desde la Cámara de Diputados. La justificación de ello reside en estructurar un control cruzado entre poderes de gobierno. Sin embargo, de nuevo se está ante un esquema que privilegia negociaciones contaminadas por la consecución de cuotas partidistas en instituciones que, dada su presunta autonomía, deberían sustentarse en servicios profesionales sólidos desde donde pudieran formarse y elegir sus propios cuadros directivos.
Se suele hablar de simulación en el momento que los políticos presumen transparencia y apertura, pero en la práctica mienten o de plano ejercen el cinismo. De prosperar como tales las minutas de transparencia y anticorrupción en el Congreso, los legisladores no habrán consumado únicamente un nuevo acto de simulación, sino que perderán otra oportunidad de reivindicar el muy dañado prestigio y credibilidad de la clase política ante los ciudadanos. La pregunta es cuántas decepciones más estará dispuesta a tolerar la sociedad mexicana de parte de sus autoridades.
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