En México, alrededor de 150 días transcurren entre la elección de un nuevo presidente y su ingreso al cargo. Se trata de un periodo atípicamente prolongado, comparado con la tendencia en los países del continente que oscila entre dos y tres meses. En todo caso, se trata de un lapso que se supone permitiría al mandatario entrante preparar su programa de gobierno y armar el equipo respectivo, así como organizar un proceso ordenado de transición. Sin embargo, lejos de dedicarse a “entregar” el despacho, el presidente Calderón, parece que está colocando especial énfasis en la concreción de sus últimas voluntades en la silla presidencial. Muestra de ello han sido la presentación de sus iniciativas preferentes, la presentación de una última terna de ministros a la Suprema Corte de Justicia y, también, su última –y polémica—, visita de trabajo a Estados Unidos.
Respecto al último punto, la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), el Council on Foreign Relations y la Reunión Anual de la Clinton Global Initiative –todos en Nueva York—fueron testigos de lo que los mexicanos ya asumían como impensable: Felipe Calderón reconociendo que la lucha contra el narcotráfico sería vana, e incluso contraproducente, si la demanda de drogas permanecía inalterada. La violencia, la pugna por plazas, lo redituable que resulta entrar en el mercado de drogas dadas sus dificultades hoy en día son, de acuerdo con el presidente, el resultado de su exitosa política de decomisos: misma demanda, menos oferta, los precios suben y el mercado de drogas es, cada vez, más atractivo para nuevos participantes. Estas declaraciones, entendidas por muchos como una confesión del fracaso de su estrategia, merecen un análisis de cuál ha sido, exactamente, tal estrategia y, sobre todo, cuál es la percepción que el panista quiere dejar sobre su gestión.
Sobre la estrategia habría, en principio, que dejar de formularla en singular. Es decir, no ha sido una, sino muchas, las líneas de acción que se han tomado durante este sexenio para combatir el crimen. El propio universo de crímenes por eliminar se ha ido ampliando en los últimos años. Al principio, la problemática se enfocaba en tráfico de drogas, a mediados del sexenio ya se trataba de todas las formas de crimen organizado y, ya cercanos al periodo electoral, el objetivo estaba en atacar todas las formas y dinámicas de corrupción enraizadas en el país. El uso de la fuerza también fue modificándose. Al principio parecía bastar con la presencia del ejército en ciertas ciudades. Cuando se probó la insuficiencia de la ocupación militar, entonces el Gobierno Federal emprendió la tarea de profesionalizar a la Policía Federal. Entretanto, la Secretaría de la Marina jugó un papel fundamental en la cooperación con agencias de inteligencia estadounidenses y a la Procuraduría General de la República no se le volteó a ver hasta finales del sexenio.
Lo cierto es que las estrategias en el combate al crimen han sido producto de un ensayo y error. Y aunque se han corregido diversos aspectos en el camino, los costos son muy altos y muy evidentes. Un llamado a cuentas, durante este proceso de transición, se presenta como posibilidad y por ello parece el momento adecuado para repartir y luego zurcir, con hilo grueso, las responsabilidades, de casa y extranjeras, a quienes dejaron al país en estas condiciones.
El contexto de un proceso normal y sin exabruptos de alternancia de partidos en el poder sugiere la necesidad de reformar el proceso de transición, acortándolo y regulando sus contenidos tanto para la administración saliente como para la entrante.
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