Se requiere poca verguenza para exigir que la apertura final del sector agrícola en el contexto del TLC se posponga todavía más. A final de cuentas, el sector ha tenido doce años para adaptarse y habrá tenido quince para cuando llegue el momento de su apertura final. Si una década o más no le ha sido suficiente para adecuarse a las condiciones que exige nuestro acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá, la razón sólo puede ser una de tres: desidia, incapacidad del gobierno o poderosos intereses que condenan a la pobreza al campesino y la agricultura mexicanos. Pero el problema va más allá de la pura verguenza.
El problema es mayor de lo que aparenta. Aunque en el caso agrícola lo más probable es que se conjuguen incompetencia gubernamental con intereses creados para preservar el statu quo de la miseria y nuestra legendaria pasividad, lo cierto es que todo el país padece el corporativismo de antaño, que no hace sino afianzarse y depredar a costa de toda la población y, sobre todo, de su futuro. Ese monstruo no sólo sobrevivió a la derrota del PRI, sino que cobró vida propia a partir de ese momento hasta convertirse no sólo en un simple obstáculo al desarrollo, sino en una de las fuentes de poder más formidables, íntegramente dedicada a bloquear la evolución del país.
Vayamos por partes. La pregunta clave para cualquier nación que aspira al desarrollo es qué hacer para elevar los niveles de vida de su población. Es decir, lo crucial reside no en lo que hoy hacemos y, sobre todo, en cómo lo hacemos, sino en qué haremos para elevar los niveles de vida. En lugar de preservar formas ancestrales de vida, lo importante para el desarrollo de un país y de su población es cómo mejorar. Esto que parecería obvio, aunque quizá no siempre fuera intuitivo a primera vista, es lo que el corporativismo rechaza de entrada, sin la menor consideración.
El corporativismo fue una parte integral del viejo sistema político. Su objetivo esencial era ejercer un férreo control sobre los diversos componentes de la base priísta, en los diferentes ámbitos de su despliegue, pero particularmente en el ámbito sindical y rural. La idea era crear organismos intermedios que ejercieran control a la vez que canalizaban las demandas y requerimientos de la base productiva. El fin del viejo reinado priísta constituyó un golpe mortal al sistema de control, más no al corporativismo. Lo que antes era un sistema de control institucionalizado, que operaba bajo reglas y mecanismos de contrapeso dentro del aparato presidencialista, quedó huérfano, pero no descobijado: el antiguo mecanismo de control vertical que operaba dentro de la estructura presidencial, pasó a ser un aparato independiente, capaz de ejercer su autonomía de una manera directa, sin recato ni regla alguna. Es decir, justo cuando el país celebraba la posibilidad de la democracia, uno de los aspectos más deleznables del viejo sistema político inauguraba una era de impunidad plena y abierta.
Más allá del daño que el corporativismo le hace a la democracia, su impacto sobre el desarrollo del país es fenomenal. Sentados en su lógica particular, los aparatos sindicales no tienen mayor objetivo que el de extorsionar al país. En Pemex, el sindicato es dueño y señor: nada pasa ahí que no sea controlado y autorizado por él. En la educación, el sindicato ha impedido que el programa de combate a la pobreza, conocido como Oportunidades, rompa el círculo vicioso de la pobreza, toda vez que la calidad de la educación, y su contenido mismo, preservan la pobreza y la mentalidad que la hace permanente. En el servicio eléctrico, particularmente en el valle de México, el Sindicato Mexicano de Electricistas ha condenado a sus habitantes y productores al servicio más caro y menos confiable del país (que ya es mucho decir). En la agricultura, la Confederación Nacional Campesina vive de explotar al campesino, invadir predios y demandar subsidios porque “el campo (es decir, los líderes) no aguanta(n) más.
Por donde uno le busque, el corporativismo impide el desarrollo, obstaculiza cualquier iniciativa de mejoría y depreda al conjunto de la sociedad. Nada de esto es digno de subestimarse. El costo de cada uno de los beneficios que logra el aparato sindical lo pagamos todos los mexicanos con más pobreza, desigualdad y estancamiento económico. Hay una correlación directa e inexorable entre el campesino pobre y la CNC: esta última es la causante de su permanencia; lo mismo es cierto en el caso de la educación: la pobreza de la mitad de México quizá no se explique por el sindicato, pero no cabe la menor duda que esa entidad la hace persistir.
La CNC, como el resto de los sindicatos corporativistas, se ha convertido en un mecanismo de control y preservación de rentas para los líderes sindicales. En lugar de servir a la estabilidad política, razón original de su existencia, esos sindicatos emplean el control para favorecer los objetivos de sus líderes. En el caso de la agricultura, el movimiento que se autodenominó “el campo no aguanta más no fue otra cosa que una inteligente manera de explotar las emociones de los políticos y los medios para preservar un sistema de control político corrupto, todo ello para gracia de los líderes.
El sindicalismo corporativista comienza a adquirir características no sólo preocupantes, sino potencialmente incontrolables. Como creación del viejo sistema, sigue una lógica de poder y control, pero sin que exista contrapeso alguno que limite su potencial de abuso o crecimiento; como realidad política, se ha convertido en una fuente de control y depredación que no sólo obstaculiza el desarrollo, sino que erosiona los pocos mecanismos democráticos que existen, además de poner en jaque a la sociedad en su conjunto.
El corporativismo es expansivo. Igual controla sindicatos clave (petróleo, electricidad, educación, campo), que protege intereses profundamente arraigados, como es el caso de los transportistas y privilegios inexplicables como la exención de impuestos a sus sobradas prestaciones. Disfrazados de demócratas y protectores de los menos favorecidos, las agrupaciones corporativistas dominan procesos clave de la sociedad mexicana y hacen posible que prolifere la corrupción, subsistan cacicazgos, avance el narcotráfico y se mantenga paralizado el país. Mucho peor, impiden reenfocar al país hacia lo relevante. No cabe la menor duda de que el mayor reto de los próximos años, bajo cualquier administración o partido, será sin duda este resabio de una vieja realidad que se rehúsa a morir.
www.cidac.org
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org