La ley y la costumbre establecen que el Informe anual de gobierno sirve para que el presidente explique la situación del país y dé un mensaje político. Algo de eso ocurrió el pasado domingo, pero la primera sesión ordinaria del Congreso también ofreció una ventana al estado que guarda la calidad de la vida legislativa en el país. Lo que se pudo observar es que hay avances muy importantes en el frente de convivencia y civilidad políticas, pero no así en los conceptos e ideas que animan a muchos de nuestros supuestos representantes. Más allá de las dificultades intrínsecas que enfrenta un proceso de transición y ajuste político tan complejo (y sin mapa) como el que nos ha tocado presenciar, la vida política mexicana está saturada de mitos que son tan dañinos que impiden al país prosperar. ¿Será posible desterrarlos en aras de nuestro desarrollo?
El segundo Informe del Presidente Fox evolucionó de manera casi normal. Luego de que por años estos actos, que antes solían llamarse solemnes, se caracterizaran más por el ruido, gritos e interpelaciones que por el mensaje o la información que vertían, el Informe de la semana pasada fue notable por el comportamiento razonablemente responsable de todos los involucrados. Desde luego que hubo algo de ruido, insultos y algunas pancartas, además de la retirada del contingente perredista luego del discurso presidencial; sin embargo, fue evidente el esfuerzo que todos los involucrados realizaron para darle seriedad a una sesión que hoy sirve para medir la temperatura de la civilidad política.
A pesar de los desplantes que tuvieron lugar, a nadie le puede quedar la menor duda de que los legisladores reconocen ya que el ruido, los desmanes y la incivilidad política tienen un costo frente a los electores. Mientras que hace un año los miembros del congreso se sentían propietarios de la sesión, hoy reconocen que la población los está observando. De hecho, en su primer Informe, cuando el presidente osó dirigirse a la población en lugar de limitarse expresamente a atender a su contraparte, el legislativo, la presidenta del congreso lo fustigó de manera severa. Esta vez fue notable el hecho de que, en sus discursos previos al arribo del ejecutivo, todos los partidos se dirigieron a la población en general. De esta manera, aunque la ceremonia tiene un palpable olor a naftalina y las formas son tan acartonadas que parecen haber sido diseñadas en algún soviet, los mexicanos podemos atestiguar que hay avances políticos importantes. En política, decía Jesús Reyes Heroles, la forma es fondo: los pequeños cambios de forma observados en el Informe, muestran un mar de cambios en el fondo.
Pero hay otra vertiente del Informe que no sólo no ha cambiado, sino que parece fortalecerse, si no es que retroceder. En sus aplausos y gritos, reclamos y gestos, los diputados y senadores mostraron una y otra vez su distancia, en ocasiones alarmante, respecto a la realidad. Aunque lo normal en la política democrática de cualquier país es atacar al contendiente, en ocasiones recurriendo al populismo más abominable, el Informe mostró a un congreso convencido de que la magia es posible, que la panacea existe y que cada uno de los partidos ahí representados tiene capacidades excepcionales para hacerla realidad. Más allá de la retórica partidista, la mitología política mexicana parece ubicua y nada sugiere que vaya a cambiar.
Tres temas planteados por el presidente merecieron el abucheo de los presentes en San Lázaro: los salarios reales, los recortes presupuestales y la soberanía. En los tres temas, muchos miembros del congreso fustigaron al presidente cuando escucharon algo contrario a lo que deseaban escuchar o tenían la certeza de que faltaba a la verdad (o, al menos a los prejuicios del legislador). Independientemente de que pueda haber perspectivas distintas o explicaciones diversas, todas ellas válidas, sobre cualquier tema, una característica que sin duda domina el debate legislativo es la ignorancia respecto a temas y variables fundamentales. Lo preocupante del asunto es que mientras no tengamos un entendimiento compartido sobre algunos de estos temas será imposible avanzar, independientemente de quién se encuentre en el poder.
En el debate sobre los salarios reales se confunden tres temas radicalmente distintos. El primero tiene que ver con el poder adquisitivo de los salarios; el segundo con el hecho de que hoy en el país existe una gran dispersión salarial y, en particular, que cada vez menos mexicanos perciben un salario mínimo. Finalmente, el tercer tema se refiere a lo fundamental: cómo elevar el ingreso de la población. En el debate político se mezclan estos temas de tal manera que es imposible dilucidar lo importante de lo banal y, sobre todo, encontrar soluciones realistas a los problemas del país. Nadie puede dudar que sería deseable observar un aumento en el ingreso promedio de la población; ciertamente, la mayoría de los mexicanos vive en condiciones paupérrimas. Sin embargo, la solución no reside simplemente en aumentar los salarios o transferencias, pues eso se traduciría de inmediato en inflación. De igual forma, cuando los diputados cuestionan con gritos y abucheos la afirmación presidencial de que los salarios reales se han elevado, en realidad están mostrando que sus deseos predominan por encima del análisis y la realidad. En la medida en que muchas negociaciones salariales –como la del magisterio, el IMSS y la VW- se han traducido en incrementos muy por encima de la inflación, sobre todo ahora que ésta viene de bajada, los salarios reales efectivamente se han elevado. De hecho, los salarios reales en el sector manufacturero se han elevado tanto que ya hay muchas empresas que están contemplando cancelar sus operaciones o, en todo caso, realizar nuevas inversiones en otras latitudes, particularmente en China. Se trata de un problema por demás serio que amerita meditación, en lugar de abucheos, por parte de los señores legisladores.
Pero el punto medular es que no existe un consenso sobre los factores que podrían hacer posible la elevación del ingreso promedio de los mexicanos. Aunque un gobierno pueda elevar los salarios de sus empleados en un momento dado –como ha ocurrido recientemente en diversas paraestatales-, la situación financiera de la federación es tan precaria que una acción en ese sentido pronto acabaría llevándonos a una crisis más. Mientras que en el pasado el gobierno tenía amplia latitud fiscal, hoy el presupuesto es por demás inflexible: una proporción abrumadoramente mayoritaria de los recursos de los que dispone el gobierno federal se transfieren a los estados (sin que medie ningún mecanismo de rendición de cuentas) o a pagar el servicio de la deuda. El margen de maniobra es casi inexistente. En este sentido, los reclamos que legisladores y partidos hacen al ejecutivo por los recortes presupuestales son, a final de cuentas, auto incriminatorias: hoy en día la federación tiene las manos atadas porque el propio legislativo ha dispuesto que transfiera enormes recursos a otros niveles de gobierno y por la falta de una reforma fiscal que eleve el ingreso y haga posible la consecución cabal de los objetivos del presupuesto. El punto es que, efectivamente, el país se está encaminando hacia un problema fiscal de largo plazo sin que los legisladores al menos lo reconozcan. Esa fue, precisamente, la actitud de los legisladores y gobernantes argentinos a lo largo de la década de los noventa, con consecuencias palpables, en forma violenta, para todos.
La gran pregunta que los mexicanos tenemos que hacernos y, confiadamente, algún día llegar a contestar al unísono, es cómo elevar el ingreso de la población. Aunque todo mundo tiene opiniones sobre la materia, los economistas hace tiempo que llegaron a una explicación que quizá no convenza a todos, pero que no por ello deja de ser absolutamente indispensable. Los ingresos reales, dicen los economistas, están directamente vinculados a la productividad. Es decir, los ingresos pueden elevarse más allá del aumento general de precios siempre y cuando se dé un aumento al menos igual en el número de bienes o servicios que se producen con cada peso invertido. En la medida en que se produce cada vez más con menos, los salarios se van elevando en términos reales. No hay magia al respecto ni necesidad de panacea alguna. La explicación de porqué países como Singapur o Corea se hicieron ricos justamente cuando nosotros nos empeñábamos en elevar el gasto público deficitario (las décadas de los setenta y ochenta), es precisamente porque en esas sociedades se dedicaron a elevar la productividad. La pregunta importante para la economía del país es cómo elevar la productividad; todo el resto es demagogia.
La productividad depende de tres factores fundamentales: la educación, la inversión y la infraestructura (física y legal). La educación es crucial, pues permite que una persona aprenda nuevas maneras de hacer las cosas, mejore los procesos existentes y se desarrolle en forma conjunta con el proceso productivo. Mientras que en Singapur y Corea los gobiernos vieron a la educación como la esencia del desarrollo, aquí nos perdemos en las luchas sindicales y las reivindicaciones históricas. Los resultados están a la vista: la educación que recibe la mayoría de mexicanos es de pésima calidad, además de ser inadecuada para el mercado de trabajo. La infraestructura, tanto física como legal, es un segundo componente vital de la productividad. Infraestructura que provea servicios de bajo costo y alta calidad se traduce en mayor eficiencia y, por lo tanto, mayor productividad. En México, sin embargo, consumidores y empresarios tenemos que lidiar con una infraestructura insuficiente y de mala calidad, con monopolios en sectores fundamentales para la competitividad, con altos costos en las comunicaciones, con delincuencia incontenible y una permanente inseguridad pública y legal.
Nadie debería sorprenderse del hecho de que la inversión productiva esté disminuyendo. Lo que no parece disminuir nunca son los mitos, pero ese es otro asunto.
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