“Yo también quiero ser parte del éxito que ha vivido el país” fue la frase temática del artículo que escribí la semana pasada y que desató muchas cartas y correos que agradezco ampliamente. Todos mis lectores ofrecían ideas y comentarios de gran interés y valía, pero hubo un mensaje muy claro y consistente en todos ellos: los simpatizantes de AMLO no lo quieren por su mensaje y propuesta política o por el objetivo de procurar un “modelo alternativo”, sino porque se le ve como un medio para expresar una gran frustración. La frustración de no poder ser parte de algo que la población considera atractivo e interesante para sí, pero a lo cual no tiene acceso, de ahí que mire con envidia a quienes sí son parte de esa modernidad deseada. La población va muy adelante de AMLO y a kilómetros del resto de los candidatos.
El mundo no es como lo pinta el candidato del PRD. A juzgar por las encuestas, mis observaciones y las cartas que recibí en estos días, hay dos razones por las cuales AMLO es atractivo, ninguna derivada de sus posturas públicas: una, porque no representa a ninguno de los otros dos partidos que ya intentaron sacar al país del hoyo y no pudieron; y, dos, porque parece capaz, o al menos así lo ven sus simpatizantes, de tomar las duras decisiones que el país requiere y los otros partidos no han sido capaces de llevar a cabo. La gran ironía es que en ambos temas, quienes manifiestan una preferencia electoral por AMLO, esperan de él exactamente lo opuesto de lo que pregona: quieren que lleve a cabo reformas profundas, integre al país a la modernidad y rompa los obstáculos que hoy impiden el desarrollo económico en la era de la globalización.
La gran genialidad de Andrés Manuel López Obrador ha residido en su extraordinaria habilidad para convertir un conjunto de situaciones sociales y económicas en una realidad política. Las situaciones tienen que ver con el desencuentro entre las promesas de gobernantes anteriores y la realidad cotidiana, la ausencia de empleos de alto valor agregado, la frustración de los egresados de carreras universitarias que sólo encuentran empleo de taxistas y, sobre todo, el choque de expectativas, atizadas una y otra vez, con la dura realidad de un país que no parece avanzar. AMLO convirtió esas situaciones en un movimiento de protesta y ese mérito, esa habilidad, lo ha colocado como puntero en las encuestas. La paradoja reside en que el reclamo de sus seguidores parece ser exactamente el opuesta al suyo: la gente no quiere ir a los setenta (para comenzar, tres cuartas partes del electorado no tienen ni idea de qué es eso) y, en cambio, sí desea acceso directo y por fast track al mundo de la modernidad que observa a través de las pantallas de televisión, en los recuentos de sus familiares que viven del otro lado y, crecientemente, por Internet.
La realidad objetiva es compleja y, en este momento, choca con las percepciones que ha alimentado la campaña electoral de López Obrador. Si bien es evidente que no se han logrado los empleos de alto valor agregado (y sueldo) que fueron prometidos en la retórica (que generó imponentes expectativas), la realidad cotidiana indica que los consumidores mexicanos nunca han estado mejor. Por primera vez en la historia, las importaciones no sólo han mejorado la oferta de bienes y servicios a precios cada vez más competitivos, sino que han forzado a los productores mexicanos a ser mejores y a competir exitosamente por la preferencia del consumidor. Hasta hace veinte años, todo en la política económica estaba orientado a privilegiar al productor y a someter al consumidor. Los productores gozaban de protección respecto a las importaciones, se beneficiaban de subsidios y créditos blandos, podían vender cualquier producto sin importar su calidad y, si algo se les atoraba, subían el precio sin miramiento alguno. Desde la apertura, esa tan criticada por AMLO, su base electoral —los consumidores— ha ganado una enorme batalla sin darse cuenta. El día en que nazca un defensor de los derechos de los consumidores, la política mexicana experimentará su primera verdadera transformación político-democrática y nos colocará en otro plano en todos los ámbitos.
Las campañas electorales han pasado por alto otra realidad política que, en este momento, beneficia a AMLO, pero podría cambiar rápidamente. La gran cantidad de contenidos que los medios de comunicación e Internet le ofrecen a una juventud cada vez más “conectada”, posee el doble efecto de abrirle los ojos a toda una generación de chavos urbanos que antes tenían por referencia sólo lo que veían en el país, pero también, y por la misma razón, les genera una gran frustración al no tener la posibilidad de acceder a ese mundo y hacerlo suyo. El mexicano no cuenta con instrumentos como la educación y la infraestructura para poder ser partícipe de lo que ve y envidia. Se trata de una nueva realidad tanto social como política que yace en el corazón de la disputa política actual. No entenderlo y ofrecer como soluciones el cierre de las importaciones de maíz y frijol o convertir las Islas Marías en “la isla de los niños”, puede generar una frustración todavía mayor a la construida por Fox.
El común denominador de buena parte de los votantes no tradicionales del PRD que en la actualidad expresan su preferencia por AMLO, no es un convencimiento que los lleve a ver en el tabasqueño al candidato más adecuado, sino que lo ven como un medio para ventilar su frustración y como un vehículo efectivo para su futuro. De hecho, aunque las comunicaciones recibidas esta semana no son una muestra estadísticamente significativa, el mensaje es clarísimo: no queremos a AMLO, queremos un vehículo para poder, en palabras de uno de los correos, “entrarle a las grandes ligas” que hoy parecen inalcanzables. AMLO no enfrenta competencia porque nadie ha entendido este conjunto de frustraciones y deseos, pero si lo hubiera, podría rápidamente hacerse competitivo.
Existe un México pujante, un México que quiere ser parte del mundo exitoso, pero que está frustrado por la incompetencia de sus gobernantes que no terminan por otorgarle una oportunidad. Paradójicamente, ese México que ve al futuro y tiene tantos deseos de “hacerla”, muestra una acusada preferencia, al menos ahora, por el candidato que rechaza esa visión para el futuro de México. A menos de que ese candidato, aprovechando el apoyo y legitimidad que ha forjado, encabece los cambios que le urgen al país y a cada uno de sus habitantes.
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