En la reunión del G-20 el posicionamiento de cada bloque de países era muy claro. Por un lado, EE.UU., Inglaterra y Japón buscaban formas rápidas de estimular localmente sus economías priorizando la salida de la crisis. Por el otro, Francia y Alemania promovieron nuevas regulaciones globales que previnieran la recaída, privilegiando la sustentabilidad. A pesar de las divergencias, los 20 líderes más poderosos del mundo llegaron a un acuerdo: la creación de instrumentos de regulación financiera internacional que prevengan los apetitos desmedidos por riesgo; sancionar a aquellos países que se nieguen a compartir información fiscal de sus inversionistas; y, estimular la confianza (y el crédito) poniendo a disposición $1.1 billones de dólares vía el FMI y otros bancos de desarrollo. A final de cuentas imperó el criterio de la sustentabilidad, y aunque no se trata del estímulo directo que buscaba el grupo de Estados Unidos, parece que todos ganan. Sin embargo, la instrumentación y la verdadera negociación permanecen pendientes: ¿Cómo diseñar esquemas regulatorios supra-nacionales?, ¿cómo convencer a los votantes de un país que las decisiones tomadas por alguien elegido por otros defenderá también sus intereses? El dilema a resolver recae en la cesión de soberanía de los países en aras de una mayor transparencia global.
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