La capacidad del sistema penal mexicano de proveer justicia está siendo cuestionada en el mundo. Esta vez no es la violencia ni la impunidad ni el narcotráfico; no se trata de los criminales que deberían estar en la cárcel y no lo están, sino de las personas que, tras un juicio colmado de violaciones al debido proceso, cumplen penas en prisión. Desde el pasado 11 de febrero, la sentencia de Florence Cassez es inapelable, lo que ha encendido las alarmas en la relación de México con Francia. Tanto la sociedad mexicana como la francesa aún se preguntan si Cassez es inocente o culpable. El problema es precisamente ese, la duda es razonable.
Las autoridades reconocieron un año después de la aprehensión de Cassez, a través de comunicados oficiales, que durante su detención sucedieron importantes anomalías. No sólo la retuvieron de manera ilegal durante 24 horas antes de presentarla al Ministerio Público, sino que transmitieron en medios una recreación de la detención. Este es el caso de Cassez pero pudo ser cualquier otro. Por ejemplo, el caso de los 40 indígenas que tuvieron que ser liberados después de haber sido acusados, con pruebas falsas, de la matanza en Acteal, o el caso de Alma Yareli, en Guanajuato, que fue acusada de homicidio tras haber sufrido un aborto natural. Al final, la enseñanza es que el Ministerio Público puede crear historias que el Poder Judicial termina por validar.
Por supuesto, esto no sucede en todos los casos, pero no hay las herramientas para saber cuándo se está frente a alguien culpable o inocente. Es decir, el sistema de procuración de justicia en México sufre de un problema de legitimidad. Este no es un tema menor cuando se entiende que el proceso penal es el máximo garante de un derecho fundamental: la libertad. Las implicaciones son aún más graves, ya que no es posible concebir un Estado democrático donde la procuración de justicia es y se percibe como arbitraria.
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