La imagen es impactante. Dos cerebros de niños de tres años: uno de la mitad del tamaño que el otro. La diferencia: el del cerebro grande, “normal”, es de un niño que gozó de un buen trato, amor, interacción familiar y estímulos positivos. El del cerebro chico es de un niño ignorado, abandonado, que ha crecido en un contexto familiar hostil y que ha sido desatendido y descuidado. La evidencia empírica muestra, en un tono casi freudiano, que infancia es destino: la abrumadora mayoría de las personas que acaban en la criminalidad iniciaron su vida siendo desatendidos e ignorados. De la misma forma, los niños de origen modesto que desarrollan su cerebro de manera normal tienen casi la misma oportunidad que los más privilegiados de hacerla en la vida. El asunto es fundamental.
Las investigaciones que existen sobre estos temas* son reveladoras. Un estudio de hace algunas décadas comparó a cientos de familias con niños recién nacidos en un pueblo estadounidense del estado de Michigan. A un grupo le dieron toda clase de apoyos para que los padres supieran cómo estimular el desarrollo de sus hijos, en tanto que a otro lo dejaron seguir su camino como grupo de control. Los resultados de los estímulos tuvieron efectos notables en la forma en que se desenvolvieron los niños en los años subsiguientes. A partir de ese estudio seminal se vino una avalancha de investigaciones cuyos resultados fueron tan convincentes que la policía de Escocia decidió dedicar atención especial al desarrollo de los bebés a partir de su nacimiento como medida preventiva de la criminalidad posterior, en tanto que algunos estados norteamericanos utilizan el índice de desarrollo de los niños como factor predictivo del número de cárceles que sería necesario construir para cuando lleguen a ser adultos.
En uno de los muchos estudios, una fundación ofreció una beca para la educación de cada uno de los niños recién nacidos en una localidad. El otorgamiento de una beca por el mero hecho de haber nacido parecía carecer de toda lógica y racionalidad. Algunas universidades criticaron el esquema porque lo consideraron excesivo: por qué no mejor becar a los estudiantes que ya habían sido aceptados en las universidades, con la lógica de que estos ya habían sido evaluados y tendrían una elevada probabilidad de concluir sus estudios. A pesar de la obviedad de este planteamiento, el propósito del estudio, y del financiamiento de que vino acompañado para las becas, procuraba invertir la ecuación. Su objetivo era probar si la disponibilidad de becas atraía a las instituciones gubernamentales de salud y a las organizaciones de la sociedad civil a atender a esos niños y crear condiciones para que pudiesen ser exitosos dado que la vida les había puesto un tapete rojo desde el día de su nacimiento. Los resultados fueron espectaculares: no sólo mejoraron los servicios de la localidad, sino que la atención que diversas organizaciones e instituciones le confirieron a esos niños cambió radicalmente el perfil de éxito de los que gozaron de becas en comparación a los de generaciones previas que no habían tenido semejante incentivo.
El mensaje parece evidente: una atención idónea a los niños recién nacidos provoca el desarrollo de niños sanos, susceptibles de ser exitosos en la vida. Visto en sentido contrario, los niños que no se desarrollan de manera normal tienen una extraordinaria propensión a acabar su vida en la criminalidad y (en países serios) en la cárcel.
Cuando conocí por primera vez de estas investigaciones y de los resultados a los que llegaban recordé el famoso prólogo de la autobiografía de Betrand Russell. En uno de sus párrafos dice: “El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro”.
¿Cuántos de los niños de que habla Russell, de los males que caracterizan al mundo y, en nuestro caso, la violencia y la criminalidad, se derivan de una infancia inicial de abandono, desatención o, peor, desprecio? ¿Cuántos de los sicarios de hoy fueron niños no deseados, abandonados o vejados? ¿Cuántos de los criminales, secuestradores y extorsionadores fueron ignorados por sus madres desde el día en que nacieron? ¿Cuántos niños de familia pobre podrían transformar su vida a través de la educación? Si lee uno los resultados de las investigaciones sobre estos temas, la respuesta salta a la vista.
Las implicaciones de investigaciones realizadas por diversos grupos de neuro científicos así como economistas dedicados a estos temas difícilmente podrían exagerarse. De acuerdo a estas investigaciones, el costo para la sociedad de no atender este tema como un asunto prioritario de salud pública es mucho mayor a la larga. El costo de atenderlo se mide en apoyos relativamente modestos, educación para las madres, convocatoria a organizaciones caritativas y no gubernamentales para que enfoquen sus baterías en esta dirección e incentivos para que la sociedad reconozca y actúe al respecto. El costo monetario es relativamente menor. En sentido contrario, el costo de no atenderlo se puede observar en lo que hoy vivimos: criminalidad, violencia, secuestro y todo lo que esto implica para las personas y empresas en pérdidas materiales y humanas, baja disponibilidad de empleos, costos de seguridad y, por sobre todo, el desánimo generalizado que sobrecoge a la sociedad mexicana. La oportunidad perdida es inmensa.
A lo largo de las décadas, los gobiernos han emprendido diversas campañas orientadas a resolver problemas específicos. Así fue el caso de enfermedades como polio y paludismo y, más recientemente, el tabaquismo, el sida y el cáncer cérvicouterino. La racionalidad de aquellas campañas ha sido obvia: se trata de males que, atendidos desde su inicio, pueden transformar a la sociedad entera, sobre todo porque existen soluciones -en algunos casos una vacuna, en otros un cambio en el comportamiento- una vez que la sociedad asume la solución como suya, el problema desaparece junto con los costos para las personas, sus familias y la sociedad entera. El tema de la desatención de los niños recién nacidos amerita colocarse en ese mismo nivel de prioridad.
*http://developingchild.harvard.edu/initiatives/council/, y http://www.minneapolisfed.org/publications_papers/studies/earlychild/
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