“Cría cuervos y te sacarán los ojos” dice el refrán que Carlos Saura utilizó con gran acierto. Lo mismo se puede decir de los sindicatos, grupos radicales, disidentes y organizaciones paralelas que crearon los priistas y sus acólitos con la idea de que les servirían como contrapeso o alternativa frente a los excesos de sus propias bases. Cincuenta años después, la realidad es muy distinta: los sectores originales (obreros, campesinos y sector popular) languidecen (aunque sus líderes sigan depredando) mientras que los grupos creados como supuestos contrapesos ponen en jaque al gobierno en Guerrero, Oaxaca y en diversos sectores de la economía. Un gobierno que aspira a hacer valer su autoridad no podrá alcanzarlo en la medida en que no logre restablecer orden en su propia casa.
En las tragedias griegas se sabe de antemano que el asunto acabará en desastre. Los únicos que parecen impávidos son los funcionarios y políticos que imaginan, como si se creyeran Sófocles, que pueden evitar el horror que está por venir. La tragedia se desenvuelve y avanza hasta su inevitable conclusión, pero los actores aparecen impasibles, ignorantes de lo que sigue. Ellos crearon el fenómeno, lo financiaron e impulsaron, pero no son responsables de nada. La tragedia se desarrolla como si se tratara de un proceso inexorable, en el que nadie puede interferir. Lo único que queda es la arrogancia, el orgullo y la decepción de los políticos que, aun siendo culpables, viven en la desmemoria, adoptando posturas maximalistas, como si sus acciones de antes no tuvieran consecuencias. Marcada queda la historia por políticos que cambiaron de partido, adquirieron nuevas lealtades o siguen, en el fondo, con las mismas, pero que son incapaces de aceptar un mea culpa. Lo que queda son los liderazgos sindicales que ahora todo mundo quiere olvidar, las guerrillas creadas ex profeso, las disidencias financiadas desde el gobierno federal y los manifestantes a sueldo. Lo que no se puede ignorar son las consecuencias para la paz del país y para la vida cotidiana de la ciudadanía.
Si no se acepta el origen del desorden reinante es imposible responder o, más al punto, aspirar a recuperar la legitimidad de la autoridad. Lo fácil es culpar a tal o cual expresidente o partido, pero la realidad es que el desorden en el país comenzó desde 1968 y nada ha alterado la tendencia. Con esto no quiero sugerir que todos los gobiernos posteriores a esa fecha fueron deshonestos, ignorantes o irresponsables. El punto no es calificarlos sino establecer la realidad que hoy vivimos.
El desorden surgió de dos factores en cierta forma contradictorios. Uno fue la decisión (explícita o implícita) de los gobiernos de abdicar a su responsabilidad de gobernar, entendiendo esto como mantener la paz, crear condiciones para el desarrollo del país, penalizar comportamientos claramente ilegales y apegarse al mandato de ley y del marco institucional. La parálisis gubernamental comenzó por el peso de la sensación de ilegitimidad que caracterizó a los priistas y siguió por la incompetencia de los panistas. Este factor ya no sigue siendo real.
El otro factor que condujo al desorden actual tiene que ver con el choque de percepciones, realidades y acciones que ha caracterizado a la política pública en estas décadas y que yace en la parálisis que en esta materia se encuentra el gobierno actual. Primero está el hecho de la apertura económica. Aunque muchos siguen disputando y reprobando el hecho, la realidad es que la economía mexicana ha estado fundamentalmente abierta desde mediados de los ochenta; se pueden discutir las contradicciones en el seno de esa apertura y los absurdos que su inequidad ha generado, pero el hecho es que el principal motor de la economía mexicana son las exportaciones. Esto puede gustar o disgustar, pero en nada cambia los hechos. El gobierno puede aceptar o rechazar esta realidad, pero le sería útil aceptarlo pronto.
En segundo lugar se encuentra el pasado inmaculado, como si se tratara de un condicionante absoluto. Del pasado emanan todos nuestros mitos, los viejos y los nuevos. Ahí está una política petrolera obsoleta, la desidia sobre el gas, los mitos sobre EUA, la falta de reconocimiento del caos que crearon priistas específicos buscando el poder sin reparar en los costos y riesgos que ese actuar entrañaba y la pretensión de que se puede diferenciar al inversionista nacional del extranjero. En una economía global lo único que existe es un mercado en el que los inversionistas requieren certidumbre jurídica, patrimonial y física, servicios públicos, energéticos e interlocución funcional con el gobierno. Si se busca el orden, hay que comenzar por resolver los problemas y mitos creados en la casa priista, la de hoy y la de antes.
Finalmente, quizá el gran reto del país se puede resumir en una contraposición muy simple: modernidad vs tradición. La modernidad implica construir un país en forma: con todas las estructuras de autoridad, pero también con los pesos y contrapesos que son cruciales para garantizarle certidumbre a la población, a los inversionistas y a nuestros socios en el exterior. La modernidad implica un gobierno capaz de actuar (y el actual ha mostrado sobrada capacidad para ello) pero también un proyecto de desarrollo viable y realista, algo que no parece presente en la visión actual.
Lo que importa a los ciudadanos es un gobierno funcional que no abusa de ellos y una economía creciente. Esa es una definición de modernidad que, me parece, toda la población aceptaría. El problema es que mientas el gobierno no haga suya la modernidad, ésta nunca llegará.
En este contexto es lógico que la población suscriba más el escepticismo que el optimismo que manifiestan las editoras internacionales. Las encuestas muestran un agudo abismo en la opinión de la población respecto a la de los opinadores. La experiencia de los últimos sexenios sugiere que en la medida en que haya divorcio entre ambos contingentes, el gobierno saldrá perdiendo. Como dijera Will Rogers, un actor estadounidense del inicio del siglo XX, “es fácil ser un humorista porque todo el gobierno trabaja para mí”.
Lo último que el gobierno del presidente Peña quiere es que la población acabe en el cinismo tradicional del mexicano, pero la única forma de evitarlo es garantizando sus derechos y libertades y logrando un crecimiento económico sostenible. Irónicamente, en contraste con la era priista de antaño, ambos serán coincidentes cuando el gobierno asuma la legitimidad de su triunfo en las urnas y cumpla con su responsabilidad de hacer valer la ley y construir instituciones sólidas y permanentes.
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