Ahora que finalmente ha sido liberado para poder reencauzar su vida en este mundo de criminalidad y abuso, hay dos características indelebles en mi cabeza de ese hombre de luz y sombras que es Diego Fernández de Cevallos: su infinita disposición a ayudar y estar presente en circunstancias difíciles y su extraordinaria capacidad para resolver problemas, negociar situaciones y contribuir al progreso del país. Su calidad humana y su visión de estadista rebasan todas las otras facetas de su vida como abogado de intereses y causas en ocasiones difíciles de defender: la naturaleza de sus negocios nunca le ha impedido estar atento a las cosas y problemas de otros y siempre tuvo una especial capacidad para “aparecerse” en momentos clave o situaciones críticas. No menos trascendente, siempre ha estado dispuesto a dedicarse a los asuntos nacionales y nunca confundió unos con otros. La terrible experiencia por la que pasó y que, finalmente, concluyó, permite y exige pensar en el Diego público, el Diego estadista.
Su secuestro nos consternó a muchos, a la vez que sirvió a otros para cobrarle facturas y experimentar eso que los alemanes llaman schaudenfraude, el disfrute de la pena ajena. Supongo que una personalidad tan fuerte e involucrada en tantos asuntos y temas inexorablemente genera pasiones, pero también es una manera demasiado fácil de ignorar y, sobre todo, desdeñar la relevancia e importancia de una persona como Fernández de Cevallos en el panorama político. La figura de Diego permite especular sobre algo que los historiadores siempre advierten que jamás debe hacerse: qué hubiera ocurrido si Diego hubiera sido presidente en lugar de los otros dos panistas.
Afortunadamente no es necesario adentrarse demasiado en la especulación. El paso de Diego por el poder legislativo en los ochenta y noventa aporta datos fehacientes, así como ejemplos tangibles, que ilustran lo que, previsiblemente, hubiera hecho, al menos como manera de actuar, de haber llegado a la presidencia. En aquella era, mientras que Fox se ponía orejas de burro en la ocasión de un Informe Presidencial como muestra de su enfado con el viejo sistema, Diego se dedicó a negociar muchas de las pocas reformas que se avanzaron en ese periodo y que resultaron extraordinarias cuando se comparan a las subsecuentes. Gracias a su liderazgo de la segunda bancada del legislativo, cuando lo llamaban “el jefe Diego”, se aprobaron reformas en materia bancaria, electoral, agraria y comercial. Se dice fácil, pero de no haber contado Salinas con una contraparte como Diego, es perfectamente factible que incluso lo poco que se avanzó en aquella época hubiera sido imposible. Muchos dirán que hubiera sido preferible ese escenario, pero es evidente para cualquier persona sensata que, por más de veinte años, el país ha logrado vivir –tanto en lo económico como en lo político- gracias a esa relativamente modesta serie de reformas.
De haber sido presidente en la era posterior al PRI, a partir del 2000, es razonable suponer que Diego hubiera tenido una postura negociadora, hubiera buscado al PRI, pero probablemente también al PRD –su pragmatismo supera cualquier barrera ideológica- para avanzar el proyecto modernizador del país. Más allá de lo que el gobierno de un pragmático hubiera podido lograr o de cualquier especulación sobre lo que hubiera sido su agenda de gobierno, hay tres cosas que me parecen indudables: primero, hubiera tenido objetivos claros; segundo, hubiera desarrollado una estrategia para alcanzarlos; y, tercero, hubiera trascendido las limitantes y barreras psicológicas e históricas que caracterizan y frenan al panismo en la construcción de una agenda nacional. No me cabe duda alguna que su lógica habría sido la de lograr los objetivos y no la de cobrar facturas históricas.
El punto medular es que los dos presidentes panistas, cada uno con su personalidad y características, han tenido un común denominador: su absoluta indisposición a tratar con los priistas. A menos de que el primer gobierno panista le hubiera dado una estocada de muerte al PRI inmediatamente después de tomar la presidencia en 2000, la estrategia anti-PRI dejó de tener viabilidad para convertirse en un mero parapeto y justificación de las carencias e insuficiencias de esos gobiernos. Es evidente que una posible estrategia habría sido la de darle un ultimátum al PRI: se institucionalizan o les aplicamos toda la fuerza de la ley por todos los males que causaron sus gobiernos. Es imposible determinar qué tan viable o exitoso pudiera haber sido un proyecto de esa naturaleza, pero no me queda duda que la oportunidad para hacerlo se encontraba en 2001. Pasado ese momento, todo pasó a otro plano y el PRI se convirtió en la única contraparte viable. Fox y Calderón decidieron no tomarla y con ello condenaron sus administraciones al desastre al que los consignará la historia.
No tengo idea de qué tantos panistas pragmáticos como Diego existan, pero ciertamente esos no han sido presidentes. La complejidad de un gobierno dividido no es menor, pero ésta se ha acentuado por la absoluta ausencia de pragmatismo y reconocimiento de las realidades del poder en la era post-PRI. Observando el proceder de los políticos más prominentes en ambos lados de la barrera a partir de 2000, me quedo con la clara impresión de que se hubiera podido avanzar mucho más de haber habido capacidad y disposición negociadora para hacerlo. Las estructuras institucionales son muy importantes, pero es muy fácil exagerar su relevancia en un país con instituciones tan débiles. En esas circunstancias, un liderazgo efectivo pudo haber hecho magia.
Diego, como todos, tiene sus falibilidades, pero en el contexto de un país con instituciones débiles que por años vivió del autoritarismo y la disciplina impuesta por reglas no escritas, ha sido el prototipo del “hombre institución”, esa especie rara de personas en diversas actividades -gobierno, partidos, empresarios, periodistas, etcétera- comprometidas con una visión de Estado y que la anteponen ante otras consideraciones y sin la cual probablemente hubiera sido imposible compensar las carencias tanto personales como institucionales de nuestra vida pública. Lo impactante es que se haya desarrollado esa “especie”, particularmente porque eso prácticamente no ocurrió en países que vivieron sometidos por dictaduras militares y autoritarias.
Es imposible imaginar qué tan exitoso o fallido hubiera sido un gobierno panista encabezado por una persona como Diego en la era post-PRI. De lo que no tengo duda alguna es que al menos lo hubiera intentado y en eso la diferencia habría sido enorme.
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