El asesinato de tres policías federales en el aeropuerto de la Ciudad de México (25 de junio) y la presentación que hizo la Secretaría de la Marina de un supuesto hijo de Joaquín “Chapo” Guzmán, quien a la postre resultó no ser pariente del capo (21 de junio), han vuelto a colocar a las instituciones de seguridad pública y nacional en la polémica. Aunque los acontecimientos no se vinculan de manera directa, sí fueron producto del mismo entramado de decisiones políticas tomadas durante este sexenio. Por un lado, está la apuesta de fortalecer a la Policía Federal y consolidarla como un cuerpo blindado contra la corrupción por medio de los sistemas de control de confianza. Por el otro, se encuentra la coordinación bilateral entre mexicanos y estadounidenses en materia de combate al narcotráfico –recordar que la información que condujo a la captura del joven que no fue hijo del “Chapo” la proporcionó la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA)—, la cual no siempre ha tenido resultados óptimos e, incluso, ha llegado a generar conflictos en el ámbito de la política interna norteamericana. Ante tal escenario, quien llegue a Los Pinos el 1 de diciembre deberá encontrar respuestas claras a las siguientes preguntas: ¿qué hacer con la cooperación binacional en seguridad?; y ¿cómo fortalecer a las corporaciones policíacas y de procuración de justicia a fin de hacerlas más eficientes en el combate al crimen?
Respecto a la primera pregunta, desde hace muchas décadas, instituciones estadounidenses han proveído de información de inteligencia a las autoridades mexicanas. Según han sido las circunstancias de cada época, la DEA, la CIA y el FBI han colaborado –a su criterio y discrecionalidad—con las fuerzas militares y civiles de México para lograr distintos objetivos –la mayoría de las veces prioritarios para Washington. En el contexto de la lucha contra el narco, la justificación para la intervención del personal de inteligencia estadounidense ha sido la debilidad institucional mexicana en cuestiones de seguridad pública. Sin embargo, la desconfianza continúa presente en esta relación, sobretodo de los estadounidenses hacia los mexicanos. Prueba de ello es el presunto desconocimiento de la Operación Rápido y Furioso por parte del aparato de seguridad de México. Con los últimos sucesos, la inteligencia estadounidense ha demostrado no ser infalible.
En lo referente a la forma en la que opera la procuración de justicia, la detención de Félix Beltrán León –el joven confundido por el hijo del “Chapo”—vuelve a poner sobre la mesa los cuestionamientos a una figura constitucional controversial y de uso muy frecuente durante el presente sexenio: el arraigo. La premura de la equivocada presentación de Beltrán León –la cual no lo exime aún de podérsele comprobar algún delito real—exponen al Gobierno Federal ante una lectura de uso político electoral de la procuración de justicia. Una lectura que además tiene ya varios precedentes por casos como los de Jorge Hank Rhón, Greg Sánchez o el “Michoacanazo”. Por otra parte, si bien ha habido avances en la de por sí difícil tarea de construir un sistema policiaco sólido y confiable a nivel federal, todavía se presentan múltiples denuncias por violaciones a derechos humanos, consignaciones no logradas y policías federales que continúan siendo infiltrados por la delincuencia organizada. Asimismo, aunque la colaboración de inteligencia entre México y Estados Unidos ha ayudado para la captura de capos y el desmembramiento de importantes organizaciones criminales, también ha tenido momentos obscuros como la Operación Rápido y Furioso.
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