¿Qué es lo que caracteriza al ejército mexicano?
Un conjunto contradictorio de paradojas. Por una parte, es la institución que goza del mayor prestigio y reconocimiento popular. Por otro es, con la posible salvedad de algunos cuerpos policiacos, la entidad más criticada en términos de derechos humanos. En la última década se le ha involucrado en tareas policiacas para las cuales no está preparado ni entrenado, a la vez que se ha vedado de actuar en zonas de alta peligrosidad, sobre todo las que se caracterizan por elevada actividad guerrillera. Además, el cuerpo militar sigue viviendo bajo una lógica política típica del siglo XX, incompatible con el entorno de transparencia que es inherente a la era de la globalización y la ubicuidad de la información. El resultado de estas paradojas es que al soldado mexicano se le exige lo que no puede dar, se le critica por lo que no es su responsabilidad y no se ha creado una nueva estructura legal e institucional que le permita entrar de lleno al siglo XXI.
¿En qué consisten los retos del Ejército?
Su reto no es diferente al del país. Al igual que la economía o el gobierno, las ataduras del pasado han impedido que el ejército se transforme en una institución compatible con el tiempo que hoy vivimos. Así como en la economía persiste una enorme porción que no es competitiva y el gobierno opera en un marco de prácticas patrimonialistas y rechaza modernizarse, el ejército padece el pasado y no se adapta al presente. La consecuencia de estas circunstancias para el gobierno o la economía se notan en la persistente pobreza, patéticas tasas de crecimiento y alto desempleo. La consecuencia para el ejército es que, por decirlo con un dicho popular, se le manda “a la guerra sin fusil” pero con todas las responsabilidades. Así, los soldados acaban siendo denostados y, a la vez, no cuentan con instrumentos para actuar en el contexto que la sociedad y la comunidad de derechos humanos, nacional e internacional, espera de ellos.
Yo veo dos grandes asuntos: por un lado, un ejército al que se le demandan resultados sin contar con los instrumentos o la formación que serían necesarios para lograrlos. Obligar a los soldados a realizar tareas policiacas para las cuales no están preparados es un ejemplo obvio. No es lo mismo ser militar que ser policía. A nadie debería sorprender que esa incompatibilidad genere consecuencias desagradables. La experiencia estadounidense en Irak es exactamente la misma: el asunto no es de nuestros soldados sino de nuestros políticos.
El segundo asunto es el de las relaciones entre civiles y militares. El sistema político autoritario del siglo XX empataba con un ejército profesional encabezado por los propios militares. Prueba de lo extraño de la transición política que hemos vivido desde los sesenta es el hecho que la relación formal entre civiles y militares no ha cambiado ni un ápice a pesar de que la estructura al menos formal de nuestro sistema de gobierno ha adoptado formas democráticas. El resultado ha sido perjudicial para el ejército. Puesto en términos llanos, el ejército ha pagado el pato de un cambio político incompleto y malogrado.
¿Qué cambios en la realidad mexicana han impactado al ejército?
La transición política produjo la situación de inseguridad que hoy vivimos. Pasamos de un régimen autoritario que todo lo controlaba a un sistema abierto que perdió todo control. La seguridad se mantenía gracias a que el poderoso gobierno federal administraba a la criminalidad y ejercía un férreo control sobre el conjunto social. El gradual colapso del viejo sistema (que no fue voluntario sino producto de la evolución normal de la sociedad y de la economía) no vino acompañado de la construcción de capacidad gubernamental a nivel de estados y municipios. Lo que antes hacia el gobierno federal, ahora nadie lo hace.
El ejército acabó siendo la única institución con la capacidad, fuerza y recursos para zanjar el abismo que los políticos crearon, gracias a su falta de visión y previsión. Enviar al ejército a atender problemas de criminalidad acabó siendo una solución expedita que, sin embargo, no redujo el recelo de los propios políticos. El resultado fue un mandato que nunca fue claro, una responsabilidad que los políticos nunca asumieron y un ejército que tenía que realizar tareas para las cuales no estaba entrenado o preparado, todo ello sin un marco legal adecuado. El ejército entró al quite porque no había de otra, pero quienes los enviaron al frente jamás planearon, ni construyeron, a las policías modernas que debían reemplazarlos. El ejército quedó “colgado de la brocha”.
¿Qué es lo que hace falta para corregir la situación actual?
La inacabada democracia ha impedido la consolidación de un nuevo régimen que redefina las relaciones entre gobierno y ciudadanía y eso ha hecho que persistan innumerables espacios autoritarios. Inevitablemente, la misma ambigüedad que existe en materia de relaciones entre sistema político y ciudadanía también es observable en las relaciones entre civiles y militares.
Culpar a los soldados por potenciales excesos es una atrocidad producto de los desencuentros entre políticos. Eventos como el de Tlatlaya debería llevarnos a construir una institucionalidad política distinta que encare, de una vez por todas, la problemática de seguridad que afecta al país y que, inexorablemente, pasa por el delicado e injusto asunto que es el que caracteriza a la relación entre civiles y militares y que padecen todos los días los miembros de las fuerzas armadas.
Quienes vilipendian al ejército deberían preguntarse cómo estaría la situación de seguridad sin su presencia.
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