La iniciativa de reforma a la justicia militar que presentó el Presidente Calderón refleja la tensión extraordinaria que subyace a su estrategia de seguridad y a la relación entre las fuerzas armadas y el poder civil. Tratando de balancear la necesidad de contar con el apoyo irrestricto del Ejército –evitando criticar su actuación para no bajar la moral de las tropas– y sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos, el Ejecutivo Federal se encuentra en una coyuntura compleja .
La iniciativa, limitada como pueda encontrarse, es un paso adelante. Y es que al contrario de lo que afirman sus críticos, es probable que la iniciativa cumpla —aunque sea en el sentido más estricto— con lo que determinó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de Rosendo Radilla, desaparecido en la guerra sucia de los 1970, en tanto que transfiere a los juzgados federales los delitos de violación, secuestro y desaparición forzada.
Es cierto que la iniciativa protege también el derecho del Ejército a castigar las faltas contra la “disciplina militar” –que incluirían, por ejemplo, el homicidio en un retén— pero también introduce ya la noción de que hay derechos que están por encima de las canonjías del Ejército. Junto con la nueva Ley de Seguridad Nacional, “congelada” en la Cámara de Diputados por el cabildeo del Ejército, se está avanzando hacia la posibilidad de que las fuerzas armadas estén sujetas a las reglas básicas de un régimen democrático.
Es tiempo pues de observar la actuación del Poder Legislativo. Si es incapaz de aprobar —como en el caso de la Ley de Seguridad Nacional— incluso estas reformas tan limitadas, el mensaje para los mexicanos será claro: el Ejército preservará sus privilegios, no importa quién sea el Ejecutivo Federal ni qué compromisos se hayan asumido.
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