El Instituto Nacional Electoral y la (¿tormentosa?) travesía por venir.

PAN

El 7 de octubre comenzó de manera oficial el proceso electoral 2014-2015. Con ello, el Instituto Nacional Electoral (INE) enfrentará el más grande reto de su historia (incluida la de su antecesor, el IFE) al estar a cargo no sólo de los comicios federales intermedios donde se renovará la totalidad de la Cámara de Diputados, sino de 17 contiendas estatales donde estarán en juego el mismo número de congresos locales, nueve gubernaturas, y más de mil presidencias municipales. Se ha dicho que, en sus meses iniciales como INE, la institución ha superado sus dos primeras pruebas: la designación consensuada por los partidos políticos en San Lázaro de sus once consejeros miembros y la organización de la elección interna del PRD (cabe acotar que, si bien hubo críticas al proceso perredista por parte de algunos de sus participantes, la mayoría no recayeron en la actuación del INE).
No obstante lo anterior, en los prolegómenos del arranque del proceso electoral en curso, ya se presentaron los primeros desaguisados y acusaciones sobre la  parcialidad del organismo. El PRD y el PAN han impugnado las conformaciones de algunos de los llamados Organismos Públicos Locales Electorales (OPLES) –la nueva denominación genérica de los institutos electorales de los estados—, acusando la presunta intención de un grupo de consejeros para proteger los intereses específicos del PRI.  Como ya es tradición en lo concerniente al IFE-INE, los partidos políticos empiezan a cuestionar incluso los procedimientos que ellos mismos se supone diseñaron y acordaron. Eso no es del todo sorpresivo. Lo desconcertante sería comprobar, más temprano que tarde, cómo la reforma político-electoral que con tanta vehemencia impulsó especialmente Acción Nacional como moneda de cambio por su voto a favor de la reforma energética, podría no sólo no cumplir con varios de los propósitos de su creación –por ejemplo, restarle poder a los gobernadores en el control de su respectivo OPLE o reducir los costos de la organización comicial—, sino que la monstruosidad burocrática encarnada en el INE pudiera arriesgar el prestigio de un órgano electoral que ha llevado tanto tiempo construir.
La creación del INE significó, entre otras cosas, la centralización de las responsabilidades de llevar a cabo las elecciones estatales hacia un órgano nacional (algo que, paradójicamente, impulsó el PAN y no agradaba del todo al PRI). La magnitud de los comicios y la variedad de responsabilidades adquiridas por el INE, no sólo colocan en entredicho su capacidad de ejecución del proceso 2015, sino que ponen en riesgo su legitimidad y la consolidación del andamiaje institucional electoral del país. ¿Qué pasará si los OPLES en cualquier caso terminan sucumbiendo ante el poder de los hilos políticos que todavía controlan los gobernadores en sus estados? Habrá sido esto un fracaso del INE, o simplemente, una muestra de  que no se puede legislar la influencia de los gobernadores o la legitimidad del Instituto?
Por otra parte, cabe recordar que la implementación de la reforma político-electoral no ha sido del todo tersa. Los propios partidos políticos en el Congreso no fueron del todo expeditos en la aprobación de las leyes reglamentarias necesarias para echar a andar el proceso electoral, no tanto por no haber cumplido con los tiempos fijados para tal fin, sino por la premura que significó querer aplicar los complejos cambios prescritos en la reforma en las elecciones de 2015. Si bien el consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, ha declarado en diversas oportunidades que la institución tiene la experiencia indispensable para “conducir el barco a buen puerto”, tal vez no sea una cuestión de experiencia sino de capacidades operativas.
Así, al enfrentarse a estos retos en el camino hacia el 7 de junio de 2015, el INE deberá demostrar que las razones de su transformación, y de la centralización del proceso electoral, en efecto se traducirán en comicios más limpios y con un uso más eficiente de recursos públicos. Por ahora, ninguno de estos aspectos es claro, pero sí lo son los potenciales focos rojos y amenazas al proceso, consolidando la preocupación respecto a que este cambio del órgano electoral haya sido el clásico caso de arreglar algo que no estaba roto, con el riesgo de descomponerlo en el intento. A final de cuentas, el INE, y el proceso electoral en general, enfrentan un problema fundamental: mientras no se resuelva el problema del poder en el país y las fuerzas políticas acepten someterse a la autoridad electoral, ningún esquema operativo será suficiente. El problema no es la estructura misma del INE o las OPLES sino los actores políticos y su desmedida ambición.

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