México: ¿productivo por ley?

Competencia y Regulación

La economía del país se ha mantenido estancado por décadas. Con una tasa de crecimiento anual del 2.4 por ciento, México no sólo es superado por economías emergentes vigorosas como China (9.9%), Corea del Sur (6.4%) y Chile (4.7%), sino también por la de su principal socio comercial: Estados Unidos (2.7%). En gran medida, esto se debe al paupérrimo avance en materia de productividad, lo cual, en un mundo globalizado, envía igualmente señales de una escasa competitividad. Así lo reconoce la Iniciativa de Decreto que expide la Ley para Impulsar el Incremento Sostenido de la Productividad y la Competitividad de la Economía Nacional –abreviada como Ley de Productividad y Competitividad—presentada por el Ejecutivo a la Cámara de Diputados el pasado 2 de octubre. No se trata de vilipendiar el interés y el esfuerzo del actual gobierno por promover la productividad de un país que parece no tener las condiciones para crecer, aunque sí los recursos; pero, ¿qué tan serio es el atraso que presenta México en materia de productividad? ¿Se puede realmente fomentar la productividad por ley? ¿Se generan los incentivos adecuados con esta nueva reglamentación para incrementar la competitividad del país?
En las últimas dos décadas, la tasa acumulada de crecimiento de la productividad laboral en México es sólo de 2.1 por ciento. En el mismo periodo, Estados Unidos presenta una tasa de 35 por ciento, mientras que Corea del Sur una de 83 por ciento. Incluso, los afamados países BRICS presentan un crecimiento acumulado de su productividad laboral de 3 por ciento. Además, el letargo se manifiesta en sectores que –en principio– fueron favorecidos por arreglos institucionales como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Por ejemplo, el sector manufacturero mantiene prácticamente el mismo nivel de productividad que tenía en 1990.
Sin embargo, por más que el rezago en productividad sea el principal lastre para que la economía mexicana despunte es, cuando menos, ilusorio considerar que una ley sea el espacio adecuado para la promoción de la productividad. Por un lado, porque la existencia de una ley no garantiza su cumplimiento en un país con un estado de derecho endeble. Por otra parte y, sobre todo, porque dicha ley predica la eficiencia, pero concentra funciones en la Secretaría de Hacienda, pues no sólo dicha dependencia preside el Comité Nacional de Productividad, sino que también es parte toral de los consejos de administración de las flamantes empresas productivas del Estado, PEMEX y CFE, así como del comité técnico del Fondo Mexicano del Petróleo. Es cierto que las reglas del juego bajo las cuales operan las empresas en México determinan parcialmente su competitividad, y que Hacienda es un actor primordial en definir esas reglas. No obstante, el trasfondo de esta mecánica es una planificación centralizada con el potencial de arrojar resultados que depriman aún más el ambiente de negocios.
El proceso de apertura reformista del año pasado puede verse opacado por una pretensión de reestablecer una especie de política industrial, encarnada en la mencionada propuesta de Ley de Productividad y Competitividad, emulando los despropósitos planificadores de la década de 1970. De acuerdo con la letra de la iniciativa, se buscaría, entre otras cosas, impulsar la “[…] reasignación eficiente de los factores de producción de la economía nacional hacia sectores y actividades de productividad elevada […]”. Esto, además de ser cuestionable –y tal vez imposible—, está decididamente en contra del eje rector que busca “democratizar la productividad” del Plan Nacional de Desarrollo.
Una política de productividad basada en el encadenamiento productivo que detone el potencial de la industria nacional, sería eficiente si estuviera dirigida a atender cuestiones como la brecha de competencias en el capital humano del país, la cual pudiera facilitar la transferencia tecnológica; el inadecuado esquema de incentivos fiscales que enfrentan las empresas para desarrollar negocios en el país; y, la planeación urbana inexistente que incrementa hasta en un orden de 400 por ciento los costos de producción asociados a logística de ciertas mercancías en México con respecto a Estados Unidos. Aspirar a fomentar la productividad simplemente por ley no sólo es estéril, ilusorio y demagógico, sino ineficiente.  La mera pretensión de “guiar” el desarrollo industrial reitera el espíritu centralizador que el régimen ha evidenciado en otros rubros y sugiere una disposición a imitar casos fallidos como el brasileño, no exactamente el ejemplo más exitoso del mundo.

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