El pasado 20 de julio, Marcelo Ebrard relanzó la corriente Movimiento Progresista dentro del PRD, ya sin Andrés Manuel López Obrador. A la luz de la difícil situación que viven en general los partidos de oposición, el surgimiento de nuevas facciones en su interior podría tomarse como una potencial fuente de conflicto (como es el caso del PAN). No obstante, cuando se trata de la izquierda mexicana, esto suele ser su manera natural de reagruparse. Para el ex jefe de gobierno del D.F., es el momento esperado en su intento, primero, por ganar la dirigencia nacional perredista y, después, posicionarse mejor en la esfera nacional rumbo a las elecciones presidenciales de 2018.
La primera buena noticia para Ebrard fue la concurrencia al acto fundacional de su movimiento. Aunque estuvieron ausentes tanto AMLO como el actual mandatario capitalino, Miguel Ángel Mancera –ninguno de los cuales pertenece hoy al PRD—, la mayoría de las corrientes relevantes dentro del perredismo y sus aliados estuvieron representadas. Además de Jesús Zambrano, presidente nacional del PRD, y Cuauhtémoc Velasco, líder de Movimiento Ciudadano en el D.F., se tuvo la asistencia de Izquierda Democrática Nacional con Dolores Padierna (o sea, el bejaranismo, la mayor fuerza viva en el bastión perredista del D.F.), así como de los incondicionales de Ebrard, los senadores Mario Delgado y Manuel Camacho Solís, su padrino político. Ahora bien, ¿qué implica el relanzamiento del Movimiento Progresista?
A primera vista, los perredistas parecen estar construyendo la figura de su nuevo caudillo, el tercero en la línea de sucesión después de Cuauhtémoc Cárdenas y AMLO. Respecto a este último, su separación del PRD y su intención de convertir en partido político a su Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), facilitarán el camino de Ebrard hacia su unción como el “gallo” del PRD para los siguientes años. Sencillamente, la opción política de Ebrard no competirá con los electores a los que apela MORENA, es decir, aquellos más cercanos a estratos de clase media baja y en los deciles de ingreso más bajos –sin mencionar su carácter más beligerante. Asimismo, tampoco es que se vislumbre una ruptura entre Ebrard y AMLO; si ésta no se dio en los prolegómenos de la candidatura presidencial de izquierda en 2012, mucho menos se dará en el futuro inmediato cuando el tabasqueño tenga el control de su propia “parcelita” política (y de recursos del erario). En segundo lugar, la existencia del Movimiento Progresista expande el espectro ideológico de la izquierda mexicana y diversifica el portafolio de opciones para su electorado. Ebrard apela a un nicho de electores no capturado por ningún partido político: hogares de clase media (con ingresos medios y altos), altamente educados, en edad productiva laboral, liberales, reformistas y con múltiples intereses en la creación de redes de seguridad social.
En suma, tenemos una izquierda en su lugar: los radicales contenidos dentro de MORENA; PT y Movimiento Ciudadano como una especie de vasos comunicantes (el primero más hacia la izquierda radical y el segundo a veces coqueteando con la derecha moderada), y un PRD aglutinador de una izquierda plural, pero tendiente al concepto progresista de Ebrard. En el futuro inmediato, la primera gran oportunidad de unificación de la izquierda vendrá durante las discusiones de la reforma energética. Ni siquiera el Pacto por México será un pretexto para la ruptura interna, ya que el PRD, desde Zambrano –quien lo firmó—hasta Ebrard –quien ha manifestado su rechazo al mismo—, sabe que abrazar la trasnochada retórica de defensa de la “soberanía del petróleo” le es redituable ante sus clientelas y electores. Ultimadamente, las reformas cuentan con los números para “sobrevivir” al rechazo de la izquierda.
Dicho lo anterior, la experiencia del paso de Roberto Madrazo por la presidencia del PRI -y lo que eso implicó en términos de control de los recursos e instrumentos del mismo- demuestra que no hay camino seguro a la candidatura de un partido ni mucho menos al triunfo electoral. Mucho más importante será la habilidad de los diversos liderazgos del partido para sumar fuerzas y construir una candidatura desde abajo y a sotto voce. Enrique Peña Nieto demostró que hoy la política mexicana se construye pinino a pinino: desde abajo y sumando hasta que desaparece cualquier competencia.
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