El pasado 3 de septiembre, se presentó el proyecto del nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM), el cual tendrá un costo estimado de 168 mil millones de pesos, y cuya primera etapa estará lista en 2020. En la espectacular presentación de las maquetas, fotografías y videos del proyecto, el NAICM se erigió como la representación física de la etapa de cambios estructurales que ha impulsado la administración federal durante este sexenio, un “emblema del México moderno” según el presidente Peña. Por su parte, la opinión pública recibió de forma muy favorable la promesa de la nueva infraestructura aeroportuaria. Según un estudio realizado por el periódico El Universal, 64 por ciento de los encuestados avalaron el proyecto y 76 por ciento cree que traerá crecimiento económico. A pesar del éxito del anuncio de esta magna obra, hay una serie de riesgos que pueden convertir a este proyecto en un símbolo del triunfalismo anticipado y la falta de planeación.
Uno de los principales riesgos es el posible fracaso del ambicioso plan hídrico que garantiza la viabilidad del NAICM. La región de Texcoco se compone de terrenos susceptibles a inundaciones y no necesariamente idóneos para la construcción. Para evitar que el hundimiento del subsuelo deteriore las nuevas instalaciones, se requiere de tecnología de punta que durante años se consideró inexistente para este tipo de obras. No por algo, la propuesta hidráulica del gobierno federal contempla, entre otras cosas, entubar 25 kilómetros de cauces en la zona contigua para reducir el riesgo de inundaciones y malos olores, así como 39 kilómetros de túneles para mejorar el sistema de drenaje. Sin embargo, para el potencial de daños que tiene el terreno de Texcoco no es necesario ir muy lejos ni muy atrás en el tiempo. Basta con revisar lo que sucede con la Terminal 2, inaugurada en 2008 con una inversión de 8 mil 586 millones de pesos, que ahora requiere de al menos mil millones de pesos adicionales para evitar el hundimiento y mantenerla operativa hasta que estén listas las nuevas instalaciones.
Ahora bien, la selección de los terrenos del antiguo Lago de Texcoco no fue casual. Dicha superficie es propiedad federal (y terrenos adquiridos por las pasadas administraciones) y no habrá necesidad de acudir a expropiaciones o a adquisiciones de superficie ejidal. En estricto sentido, dicha aseveración es correcta, aunque sólo si se toma en cuenta el perímetro del aeropuerto, no el total de la obra civil que lo acompañará (vías de acceso, infraestructura colateral, zonas de recuperación ecológica, planes hídricos, entre otras). Cabe recordar cómo los pobladores de una de las comunidades aledañas al actual proyecto ejercieron una gran presión sobre el gobierno del entonces presidente Fox, cuando éste propuso edificar el aeropuerto en terrenos de San Salvador Atenco. La terminal prácticamente no tocará al conflictivo municipio atenquense, lo cual minimizó el riesgo de movilizaciones como las vistas hace unos años. En el tiempo, esto habrá sido uno de los mayores triunfos de la presente administración sí y sólo sí se solventan con éxito los potenciales problemas de haber decidido construir sobre un antiguo cuerpo de agua.
Respecto a la “llegada a buen puerto” del proyecto, será crucial quedar pendientes de la trampa de la transexenalidad de las obras públicas en México. Como se ha anunciado, las obras del aeropuerto terminarían en 2020, es decir, dos años después de la salida del presidente Peña de Los Pinos. Esto parece positivo ya que no se estaría forzando la conclusión de la obra y, por consiguiente, sacrificando la calidad de la misma en pos de entregarla a tiempo para que el presidente la inaugure a toda costa. No obstante, otro escenario es que suceda algo similar al caso de la Línea 12 del Metro capitalino. Si por alguna razón se presentan fallas estructurales en la operación del NAICM, las cuales pudieran ser achacables a errores de planeación, irresponsabilidad, negligencia y/o corrupción, la trampa de la transexenalidad complicaría la rendición de cuentas. Las administraciones de ambos sexenios se culparían mutuamente, se harían peritajes, se abrirían investigaciones, se desataría el escándalo mediático, pero no quedaría garantizado ni que los verdaderos responsables reciban alguna sanción, ni mucho menos que se resarza el daño.
A pesar de los riesgos, es innegable que el NAICM es una obra de infraestructura urgente para la región en particular, y para el país en general. Si el impresionante proyecto arquitectónico que diseñaron el británico Norman Foster y el mexicano Fernando Romero se conjuga con buenos resultados basados en evaluaciones correctas de impacto ambiental, sustentabilidad y una adecuada planeación de desarrollo urbano, la nueva terminal aérea de la Ciudad de México será, en efecto, un símbolo de prosperidad. En caso contrario, el NAICM encarnaría un nuevo incumplimiento de la promesa de despegue de México como país de avanzada, así como un desafortunado recordatorio de que no ha cambiado mucho el modus operandi de autoridades, contratistas y demás beneficiarios de los turbios procesos de licitación y contratación de obra pública en el país.
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