El vigésimo aniversario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) ha suscitado una serie de reflexiones acerca de los alcances que tuvo sobre el crecimiento de la economía mexicana y el bienestar de sus ciudadanos. Hace dos décadas, la retórica que vendía ante la opinión pública este acuerdo histórico, insignia del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, se caracterizó por sobredimensionar sus expectativas a través del progreso y la modernidad que detonaría la apertura de los mercados. Por otra parte, sus detractores le han atribuido desde entonces un sinnúmero de desventajas que convierten al TLCAN en una especie de fetiche útil en la explicación de todos los males estructurales del país. No obstante, el análisis sobre los primeros veinte años del TLCAN es una oportunidad para desmitificar los resultados del acuerdo–tanto positivos como negativos—, además de pensar cómo maximizar los beneficios que el TLCAN le puede aún dar al país.
El TLCAN no sólo marcó un punto de quiebre en la política comercial de México, sino incluso en el desarrollo de su sistema político. Ciertamente, el tratado dio un impulso sin precedentes al sector exportador y manufacturero del país (las exportaciones no petroleras han crecido casi 700 por ciento en dos decenios). Asimismo, la competencia comercial permitió que la oferta de bienes de consumo aumentara y se diversificara. Sin embargo, otro de los efectos del tránsito a la integración de la economía mexicana en el contexto de la apertura de los mercados internacionales, fue acotar los márgenes de maniobra en la toma de decisiones de política económica, cuya irresponsabilidad pasada había conducido a episodios de crisis recurrentes. A pesar de sus innegables beneficios a la economía, la apertura no vino acompañada de un conjunto de políticas públicas que permitieran explotar a tope el potencial del acuerdo, dar mayores dividendos a sectores más amplios de la población, y amortiguar el peso de los costos para los perdedores en una negociación de esta índole.
Levantar las barreras del proteccionismo ocasionó que la fuerza del mercado eliminara a las empresas mexicanas que no fueron capaces de adaptarse y competir. Otros sectores tuvieron la ocasión de no ingresar a la liberalización de inmediato pensando, en teoría, que podrían fortalecerse y terminar por integrarse tras un plazo perentorio. El mejor ejemplo de los claroscuros de ese proceso fue el campo mexicano. Pese al extenso periodo transcurrido antes de la plena entrada en vigor del TLCAN en materia agropecuaria –15 años—, el gobierno prosiguió durante ese tiempo promoviendo políticas asistencialistas que poco hicieron por conducir al sector a niveles competitivos, condenándolos a lo inevitable: la preservación de su pauperización. Es cierto, Estados Unidos y los países más poderosos del mundo en materia agropecuaria tienen políticas muy agresivas de subsidios a favor de los productores, pero su enfoque no es eternizar la pobreza, sino promover el desarrollo.
Por otra parte, el TLCAN no te exime como gobierno de instalar regulación adecuada que permita la competencia en los mercados más concentrados, de contar con un Estado de derecho real, de promover –no entronizar— industrias nacientes, de gastar de manera eficiente en infraestructura, de impulsar la innovación y fortalecer las habilidades de los trabajadores mexicanos a través del sistema educativo, entre otras cosas. No existe una política que sea capaz de resolver el problema económico de un país por sí sola, ni el TLCAN, ni la reforma energética, ni ninguna.
Si México quiere aprovechar eficientemente las condiciones comerciales que el TLCAN abrió, debe ser capaz de impulsar políticas a fin de potenciar las ganancias de la apertura. Del mismo modo, pensar en “relanzar”, “profundizar” o “renegociar” el tratado es un despropósito. Dar un paso más adelante en el contexto del acuerdo comercial norteamericano dependerá en buena medida de la implementación de reformas que en verdad incidan en el desarrollo, impulsen la productividad y la competitividad, mejoren la creación de valor agregado, fomenten la transferencia de conocimiento y tecnología; en suma, que México haga su tarea y no espere que otros la hagan por él.
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