El vocero presidencial: cambiar los reflectores para centralizar el mensaje.

Presidencia

El 22 de noviembre se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Decreto que establece que la Jefatura de la Oficina de Presidencia contará con un vocero. Ahora Eduardo Sánchez, quien fungía como vocero del gabinete de seguridad de la Secretaría de Gobernación, será el encargado de “Coordinar a las áreas de comunicación social de las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal, para dar congruencia a la información que el Gobierno de la República difunda a la población”. Esta labor implica, por definición, controlar y centralizar el mensaje gubernamental. También puede provocar, sin profundizar en la intencionalidad de la acción, el establecimiento de límites a los funcionarios públicos que hasta ahora han gozado de mayor libertad y protagonismo en la esfera pública. La pregunta es si en el contexto de una administración que completa su primer año con un discurso reformador como bandera –si bien la mayoría de los temas aún están inconclusos- es la consolidación de una vocería una decisión estratégica correcta y cuáles son los riesgos de la misma.
Históricamente la vocería no ha sido una herramienta muy utilizada en México, si bien las tres administraciones previas la emplearon, con distintos propósitos, temas y momentos de su gestión. La planeada ambigüedad de la comunicación gubernamental y la escasa vocación de rendición de cuentas explica por qué en la mayoría de las ocasiones la vocería, o la elección de un perfil específico, respondió a la necesidad de atender un tema (inseguridad en la gestión del presidente Calderón) o a la “audacia” del Presidente Fox, más que a una estrategia proactiva.
En este caso la vocería busca controlar el mensaje gubernamental en un momento en que la oportunidad del discurso reformador del primer año de gobierno se agota, la realidad deja de ser responsabilidad de la administración pasada, la posibilidad de errores en el discurso se incrementa y la tarea de las cabezas de dependencia de comunicar promesas, particularmente Hacienda y Gobernación, se vuelve menos sostenible y riesgosa. Una vocería efectiva buscaría también llenar proactivamente los huecos de información, propios de una opinión pública con mayor acceso a información y de un Ejecutivo menos accesible y responsivo ante los medios de comunicación, con el objetivo de preservar el discurso de éxito. Además, ante los malos hábitos de una parte significativa de la prensa nacional donde un alto porcentaje de las “noticias” son sólo declaraciones oficiales, un vocero facilita enormemente la tarea (boletines íntegros de Presidencia que automáticamente van a las páginas de los diarios). Bajo esta lógica la decisión parece estratégicamente bien sustentada.
Un vocero presidencial es también un recurso fundamental en la estrategia de comunicación de crisis. Ante un evento inesperado, de cualquier tipo (fenómeno meteorológico, escándalo político, etc), la respuesta estaría en manos del vocero –su reacción lleva el peso de la respuesta oficial. El beneficio que se logra es oficializar cada vez más el mensaje y, si bien el riesgo puede ser una declaración desafortunada, la culpa se le puede atribuir a él y como ha pasado en casos poco encomiables, destituirlo sería la solución perfecta para limpiar la imagen del Presidente. El riesgo lo asume el vocero y el beneficio el Ejecutivo.
Visto desde la perspectiva de ánimo centralizador, la creación oficial de la figura del vocero dentro de la administración del presidente Enrique Peña Nieto es perfectamente congruente con los esfuerzos que ha empujado su gobierno en diversos temas (electoral, seguridad, presupuestal) con esta misma tónica. En un gobierno con especial talento, y gran cantidad de esfuerzos volcados hacia mantener la imagen de éxito y transformación, concentrar toda la información en un solo micrófono no es poca cosa.

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