En días recientes, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) dio a conocer los resultados de las auditorías realizadas a distintas instancias de gobierno seleccionadas para ser fiscalizadas. En éstas se han podido observar manejos de recursos al margen de la normatividad en donde están involucradas autoridades de los tres niveles de gobierno y de los distintos partidos políticos. Esto ha resultado en 98 denuncias ante la Procuraduría General de la República (PGR) por el desvío de poco más de 326 millones de pesos en el ejercicio presupuestario de 2010. Esta información adquiere aún más relevancia, dado el periodo electoral en el que se encuentra el país, pues sirve como material para descalificaciones y ataques entre las distintas fuerzas políticas. Sin embargo, más allá del conflicto político, lo cierto es que persisten diversos elementos que impiden que los resultados de dichas auditorías trasciendan el momento mediático.
Creada en 2001, la presencia de la ASF ha contribuido a incrementar la transparencia presupuestaria en el país. Sin embargo, el carácter a posteriori de la revisión de las cuentas públicas hace que los resultados sean presentados al Congreso de la Unión catorce meses después de haber concluido el ejercicio presupuestario. Ello impide que dicha información pueda ser incorporada oportunamente al proceso de negociación del Presupuesto de Egresos de la Federación y sea más una herramienta de golpeteo político que un insumo técnico. Aunado a esto, la ASF ha sido poco exitosa en las denuncias que ha interpuesto ante la PGR. En los últimos 12 años, sólo una de cada diez denuncias penales presentadas por la Auditoría ha llegado a manos de un juez, lo que revela la limitada capacidad sancionatoria de la propia autoridad fiscalizadora y los límites de la rendición de cuentas en México.
Por otro lado, las auditorias financieras son insuficientes para evaluar la eficacia del gasto, por lo que el Congreso ha ampliado las facultades de fiscalización de la ASF -cambios producto tanto de las propias limitaciones de la Auditoría como de las presiones mediáticas y conflictos al interior de los partidos- para incluir las auditorías de desempeño. En dichas auditorías se busca evaluar si el ejercicio del gasto se tradujo en el cumplimiento de las metas establecidas en los programas públicos y por las propias dependencias (evaluaciones del desempeño) y si generaron el cambio social que los operadores de las políticas públicas esperarían haber alcanzado (evaluaciones de impacto).
En este sentido, aunque existen algunas evaluaciones de desempeño y de impacto en el país, estas son la excepción. La pregunta entonces es ¿qué esfuerzos se están realizando para que las evaluaciones de desempeño y de impacto sean una constante en todos los programas y políticas públicas? Si bien la Ley General de Contabilidad Gubernamental, aprobada en 2008, obliga a los tres niveles de gobierno a llevar a cabo evaluaciones de desempeño y de impacto, el reto es materializar dicho mandato en acciones concretas que incluyan una concientización de los funcionarios sobre la necesidad de diseñar y evaluar las políticas públicas como un ejercicio de rendición de cuentas. Sólo así sería posible reconocer que las auditorías han dejado de ser sólo un instrumento para descalificar a la oposición en periodos electorales para convertirse en una herramienta que contribuya a sostener los pesos y contrapesos del sistema político, y por lo tanto a fortalecer la democracia.
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