La democracia según Schumpeter es un “método para tomar decisiones”. Esta definición es tan amplia y pragmática que permite muchas formas de instrumentación y entraña un principio clave: lo crucial de la democracia no reside en el cumplimiento de ciertas formas sino en la legitimidad de que goce entre la población. La pregunta que me hago es cómo se puede compatibilizar este concepto de democracia basada en funcionalidad con la realidad de una sociedad tan dada a las formas por encima de la sustancia como la nuestra.
Las formas en nuestro sistema político son rígidas en parte por el sistema legal heredado del derecho romano, pero también por la naturaleza del régimen político que institucionalizó y estructuró la vida pública. La gran paradoja del sistema político priista residía en la rigidez de las formas, donde las reglas más importantes eran las “no escritas”. Había reglas para todo, todas ellas escritas y codificadas, pero ésas no importaban. El sistema funcionaba en torno a las reglas no escritas. Como alguna vez escribió Héctor Aguilar Camín sobre las normas escritas, “se trata de un reglamento típico del leguleyismo mexicano: es exigente, riguroso, intachable e incumplible. Y nadie lo ha leído”. Por supuesto que nadie lo leyó, pues las reglas que realmente valen (¿o valían?) en el país son las que no están escritas. Lo que sí ha cambiado es que en el sistema de antes alguien hacía cumplir las reglas, así fueran no escritas. Cambió el partido en el poder pero el sistema sigue ahí, excepto que nadie tiene el poder, la capacidad o la disposición para hacer cumplir regla alguna.
¿Cómo salir de este laberinto? Si uno observa a los países exitosos, su característica central es la existencia de reglas del juego que son eficaces y creíbles, es decir, que generan legitimidad. Siguiendo a Schumpeter, la clave no es el cartabón del sistema normativo, sino el que la población esté satisfecha, que respete el proceso porque lo considera confiable, justo (como quiera que eso se defina) y que logra el resultado esperado. Las sociedades exitosas difieren en los métodos pero coinciden en que su población las considera legítimas.
Es interesante contrastar tres formas de ser: en Japón, el proceso de decisión de políticas públicas es largo y conflictivo, esencialmente “cerrado”, todo dentro del aparato burocrático y político, pero una vez acordado en ese estadio, su instrumentación es muy rápida. Para muchos, este tipo de proceso sería considerado opaco y no muy democrático porque la población no participa de manera directa. Sin embargo, los japoneses lo ven como representativo: lo importante es la percepción, no el cartabón. En Estados Unidos el proceso tiende a ser más rápido pero luego hay un espacio de discusión amplia. En contraste con Japón, el proceso es abierto, público y conflictivo donde todos los interesados tienen derecho de participar y eso genera legitimidad. En México el proceso ha cambiado. Antes éste era cerrado y la instrumentación rápida. Eso es lo que muchos añoran porque era efectivo y percibido como legítimo. Sin embargo, en las últimas décadas, el diseño de políticas se ha tornado conflictivo e inacabado, hay mucho conflicto para su instrumentación y con frecuencia termina en parálisis, todo lo cual ha generado la percepción de ilegitimidad.
El tema clave es la percepción de legitimidad y ahí es donde entra un tema añejo en la discusión mexicana pero no siempre muy aterrizado. Nuestra devoción por las formas ha llevado a la identificación de legalidad con cumplimiento formal de las normas. La mayoría de los abogados sostiene esa tesis: si se cumple con la forma, es legal. Sin embargo, eso ha llevado a que se cambien las normas para que no se viole la legalidad, situación que es a todas luces contradictoria.
Quizá el punto de controversia más importante es el propósito o razón de ser del Estado de Derecho. Típicamente, a quienes preocupa el cumplimiento (o, en nuestro caso, incumplimiento) de las leyes, lo importante es contar con un instrumental tanto conceptual como físico que permita “hacer cumplir la ley”. Es decir, que existan leyes escritas y codificadas y medios de coerción para hacerlas cumplir. Eso es lo que ocurría en alguna medida bajo el sistema priista: se guardaban las formas y existían cuerpos policiacos y judiciales con capacidad y disposición para hacerlas cumplir. Sin embargo, ese entramado dejaba totalmente desamparado al individuo: se protegía a quienes eran del círculo cercano al gobierno a través de las leyes no escritas y del uso discrecional de la autoridad. Por eso la certidumbre dependía del gobernante, no de la legalidad. Si queremos lograr construir una legitimidad en el contexto de nuestra realidad actual, tendríamos que invertir la ecuación: la ley debe proteger al ciudadano del uso discrecional del gobernante y aplicarse a ambos por parejo: derechos y obligaciones.
En un libro fascinante de reciente aparición, El Estado de Derecho, Tom Bingham afirma que el Estado de Derecho no es un conjunto de leyes, sino una serie de principios fundamentales que norman el comportamiento de una sociedad. Entre esos principios se encuentran los siguientes: la ley tiene que ser accesible, inteligible, clara y predecible; los temas de derechos y responsabilidades deben ser resueltos por la aplicación de la ley y no por medio del ejercicio de la discreción; las leyes se deben aplicar de manera uniforme a todos, cualquiera que sea su rango o condición, excepto en los casos en que diferencias objetivas justifiquen una diferenciación; deben proveerse los medios, sin un costo excesivo y sin dilación, para que se resuelvan disputas legítimas entre personas que no puedan resolverlos entre sí. Cada uno de estos principios, y otros más que no incluí en esta lista, tiene una larga historia que les da contenido y sustento. Más importante, le confieren certidumbre a la ciudadanía.
La explicación de Bingham no es muy distinta a la que alguna vez articuló Douglas North, quien escribió que, en esencia, el Estado de derecho implica “que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias”. El corazón del asunto es la certidumbre y predictibilidad que, en una sociedad grande, compleja y diversa, “sólo lo puede proveer el Estado de Derecho que, al ser transparente, universal e igual para todos, asegura la adhesión a principios que liberan y protegen”.
La arbitrariedad que nos caracteriza no nos llevará a ninguna parte.
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