“España lleva meses sin gobierno y su economía mejora cada día”. Así comienza un análisis* extraordinario y aleccionador, sobre todo porque obliga a considerar lo que hace funcionar a un país y a su economía. Si bien los políticos españoles no han logrado ponerse de acuerdo para armar una coalición gobernante (lo que ha obligado a nuevos comicios), el país funciona de manera normal. Visto desde México, que ha pasado por momentos de lo más delicados, preocupantes e inciertos (vgr. 1982, 1988, 1995 y 2006), esto es algo impactante. ¿Puede uno concebir qué pasaría si súbitamente nos quedásemos sin gobierno, sin una figura clara de autoridad? Aunque pudiera parecer absurdo, en cada uno de esos momentos el país se paralizó por la enorme incertidumbre que produjo la falta de claridad respecto al futuro: ¿podrá salir el país de esos momentos tan aciagos? Nada de eso está ocurriendo en España y ese contraste me hizo reflexionar sobre nuestra propia realidad: me resulta claro que lo que nos distingue de España es justamente la diferencia entre gobierno y burocracia.
Una medida clave de desarrollo es la calidad del gobierno, no tanto en términos de los líderes electos, sino precisamente lo opuesto: la burocracia que hace que el gobierno funcione de manera cotidiana, independientemente de los procesos político-legislativos de decisión. Lo que hace funcionar al gobierno en los países civilizados es la burocracia profesional que se encarga de la limpieza de las calles, el funcionamiento del sistema de justicia, la policía que vela por la seguridad y, en general, todo el servicio civil que hace que la vida evolucione de manera normal. Bajo este rasero, España se asemeja a cualquiera de los países desarrollados que funcionan independientemente del gobernante.
La diferencia entre gobierno y burocracia hace que una nación mantenga su estabilidad y la vida cotidiana siga sin tropiezos, independientemente de las disputas políticas. Cualquiera que haya observado la forma en que se comportan los europeos o estadounidenses en momentos de crisis puede atestiguar que nunca está en duda la operación cotidiana del gobierno, como sí ocurrió repetidamente en México en momentos por demás frágiles como cuando estuvo bloqueada Reforma en 2006. En esos países, mientras que el gobierno establece metas, criterios y regulaciones, la burocracia es responsable de su implementación de manera profesional y apartidista. El extremo es el Reino Unido, donde el único personaje que cambia cuando entra una nueva administración es el secretario respectivo, a quien le reporta el servidor público de más alto rango. Dentro de las secretarías y ministerios no hay nombramientos políticos: todos son profesionales. Algo similar ocurre en España. Esto es lo que permite que el gobierno funcione aún en momentos de incertidumbre como el que hoy vive la nación ibérica.
El contraste con México difícilmente podría ser mayor. Aquí todo cambia cada que entra un nuevo gobernante. En lugar de una burocracia profesional y eficiente, cada cambio de gobierno entraña la reinvención de la rueda y la acometida de una infinidad de nuevos funcionarios cuya credencial de acceso nada tiene que ver con sus habilidades sino con sus amistades y relaciones políticas. El fenómeno se extiende: lo mismo ocurre cada que cambia el jefe de una unidad y, peor, cuando cambia un secretario. Los equipos en el gobierno trabajan para su jefe, no para la ciudadanía. Esto explica que prácticamente nunca tengamos una persona experta en los puestos públicos, al menos experta en el asunto que concierne a su función nominal. Muchos son expertos en política y en amistad, y se adaptan a cualquier circunstancia; sin embargo, ninguno ve a la ciudadanía como su razón de ser ni mucho menos al gobierno como el responsable de que la vida cotidiana transcurra sin aspavientos.
La ausencia, por meses, de una coalición gobernante en España ha hecho patente otra cosa: no sólo funciona bien la economía, sino que podría funcionar mucho mejor si los agentes que ahí operan -empresarios, trabajadores, banqueros- no estuvieran sujetos a la infinidad de regulaciones y requerimientos que sólo se explican cuando un gobierno quiere hacer parecer que, pues, gobierna. En el artículo citado, el autor compara el desempeño de Inglaterra y Alemania después de la segunda guerra mundial: mientras que la economía alemana experimentó un extraordinario boom, la inglesa -toda regulada y planeada- apenas crecía. El hallazgo no es sorprendente: lo que un país requiere es una burocracia profesional que mantenga el bote funcionando y no necesita un gobierno que limita su capacidad de desarrollarse.
En México esa diferencia en inexistente. La economía española no es un dechado de virtudes en términos de simplicidad regulatoria, especialmente en lo laboral, pero sigue funcionando a pesar de no haber gobierno. Esto es algo que los políticos, especialmente los de Podemos y sus grandes planes de estatización real o virtual, seguramente no imaginaron ni calcularon. La lección para nosotros es, lamentablemente, muy distinta: a México le urge algo que no está en la agenda de ningún partido: una burocracia profesional, eficaz y competente.
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