En el marco de las negociaciones del Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación de 2014 (PPEF 2014), el director del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), José Antonio González Anaya, logró conseguir un aumento de 13% en el presupuesto destinado a la institución para el año entrante, equivalente a 477,000 millones de pesos. Sin afán de desestimar la importancia de dicho incremento –cifra equivalente al presupuesto asignado a la Secretaría de Relaciones Exteriores- resulta imperativo revisar a fondo y en prospectiva las necesidades futuras de la institución, toda vez que su diseño difícilmente podrá soportar el crecimiento poblacional estimado en 120 millones de habitantes para los siguientes 15 años, y el aumento de la esperanza de vida de los mexicanos que se presume rondará los 75 años. A todo esto habrá que sumar que ahora la entidad -tras la aprobación de la Miscelánea Fiscal- brindará adicionalmente a sus servicios actuales la administración del seguro de desempleo y la pensión universal. Entonces cabe preguntarse: ¿Habrá alguna alternativa para lograr un modelo de seguridad social sostenible y competitivo?
El sistema actual de seguridad pública en México constituye un enorme artilugio cuyo sostenimiento a largo plazo es prácticamente imposible. Para nadie es desconocido el gran conjunto de deficiencias estructurales que enfrenta el sistema de salud pública en México cuyo nacimiento data de 1943. Su problemática más apremiante es la administración de su gasto programable, dado que ningún gobierno se ha dado a la tarea de desintegrar verticalmente este monolito para hacerlo más eficiente. Primeramente, existen pocas variables de control que le permitan planear estratégicamente a largo plazo, pues la urgente solución a sus necesidades más apremiantes –como pagar pensiones o deudas- generalmente, le distraen de atender tareas esenciales para cumplir con su mandato principal: proveer servicios de salud de calidad. Al día de hoy, el pasivo laboral del IMSS asciende a 1.9 billones de pesos. Adicionalmente, sus restricciones presupuestales están sujetas a los cambios de la conformación de la pirámide poblacional y a la disponibilidad de los recursos fiscales que el gobierno logre captar en tiempos que se vislumbran recesivos. En consecuencia, dada la naturaleza sistémica de la disfuncionalidad de la institución, cualquier aumento presupuestal se difuminará en el corto de plazo de forma inevitable.
Sorprende entonces que poco o casi nada se ha hecho para atender la magnitud del problema estructural. Ya existen ejemplos que demuestran formas eficientes y creativas para administrar activos, como las reservas petroleras, para ser capitalizados y transferidos en beneficio de un sistema social sostenible. El ejemplo de Noruega es un caso típico. En ese país desde 1975, la renta petrolera, que pertenece a la nación, está salvaguardada por un marco institucional que facilita que los recursos excedentes de la explotación sean programados para invertir en el sistema educativo, la construcción de infraestructura, y el sistema de fondos para el retiro.
De frente a una probable reforma energética, vale la pena reflexionar sobre la conveniencia de construir el andamiaje mexicano para contar con un Fondo Soberano que administre la renta petrolera en el largo plazo. Sin afán de idealizar tal herramienta de política pública y, considerando las grandes diferencias que existen entre las condiciones de un país como Noruega y las de México, vale la pena reflexionar por lo menos si un mecanismo de este tipo podría ser una alternativa de planeación estratégica nacional para apoyar en la solución a la problemática creciente de la seguridad social en México. Un diseño institucional oportuno, inteligente y con mecanismos de transparencia y rendición de cuentas reales podría dar un respiro. ¿Aprovecharemos el momentum o lo dejaremos pasar una vez más?
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