La democratización del espionaje.

Derechos Humanos

En las últimas semanas, los cada vez más frecuentes videoescándalos políticos se han puesto en boga. Desde legisladores recreándose en fiestas nocturnas, hasta ediles departiendo con prófugos de la justicia, han hecho las delicias de la prensa y del hervidero político. Ante este tipo de acontecimientos, la discusión pública ha partido desde distintas aristas, las cuales transitan desde la condena moralina, hasta la reflexión acerca de asuntos de mayor fondo y preocupación como el tema del espionaje y el derecho a la privacidad.
Hace veinte años, cuando grabar a alguien implicaba una serie de actos de planeación y desembolso de recursos, suponer que alguien grababa a alguien más en determinada situación no era impensable, pero tampoco la regla, dado que requería de una serie de elementos que distaban mucho de estar al alcance de cualquiera. Con el paso del tiempo, el cambio tecnológico no sólo ha acortado las distancias por medio de las comunicaciones, sino también ha facilitado la irrupción a la intimidad de las personas. Hoy, la existencia y relativamente fácil acceso a la posesión de teléfonos inteligentes y su potencial utilización para compartir contenidos en redes sociales, ha convertido al ámbito privado en un endeble espacio propenso a estar en el constante e indiscriminado escrutinio público. Este estado de cosas ha llegado para quedarse y las posibilidades a fin de regularlo o limitarlo parecen nulas, lo cual no es del todo pernicioso. Sin embargo, el debate respecto a la delgada línea entre lo público y lo privado, en especial cuando se habla de funcionarios públicos, se complica cada vez más.
Dado el entorno presente, se está en presencia de una situación fáctica (avance tecnológico) que rebasa por mucho la comprensión y capacidad de actuación de la ley y de las instituciones respecto del nuevo statu quo. En este caso, en un intento por solventar este complejo entorno, pueden ser útiles dos parámetros legales: uno, la Ley Federal de Derechos de Autor, la cual prescribe que el retrato o imagen de una persona sólo puede ser usado o publicado, con su consentimiento expreso y únicamente se exceptuará su consentimiento cuando ésta fuese tomada en público y con “fines periodísticos  o informativos”; y dos, el Código Nacional de Procedimientos Penales (CNPP), el cual establece que una prueba es inadmisible mientras viole los derechos fundamentales del individuo.
El debate entonces parece que se centra sobre quién y cuándo tiene el derecho de grabar a otro. Por lo que respecta el gobierno, éste siempre debe seguir el debido proceso. No hay fin que justifique ni motive una vigilancia u observancia de algo que no es público, sin consentimiento ni autorización judicial. De lo contrario, se abre un abanico de posibilidades para la vigilancia continua y permanente con la excusa de estar en la espera de la comisión de un delito. Pero de eso no hay debate, al menos entre quien respete el debido proceso. Respecto de los particulares, esta pregunta se vuelve más difícil: la pregunta ¿quién tiene el derecho de grabar a quién? aunque importante, tiende a ser engañosa, ya que concentra y homogeniza una serie de intenciones y situaciones a las cuales no les sirve una sola respuesta y tampoco el marco actual legal. Es necesario entonces plantearla de diferente forma, no en una perspectiva activa (singular-privada) si no pasiva en cuanto a los derechos de la sociedad contra las del individuo: ¿se tiene el derecho de saber (y los medios de informar) si el gobierno nos vigila sin una orden judicial o debido proceso?; ¿se tiene el derecho de saber si empresarios y políticos conspiran?; ¿es deseable crear un estado de excepción para la vida privada de los funcionarios públicos, justificando su abolición?
De las preguntas anteriores se desprenden dos tipos de derechos: uno el de la información, el cual vale la pena sopesar respecto si se puede contraponer a otro  derecho fundamental como el de la privacidad.  El otro derecho que queda, es llanamente, el derecho al morbo sin censura. Lo impactante es que los audios y videos ya ni siquiera se discuten en términos del ataque que representan a las personas involucradas y de los derechos conculcados: se da el hecho político y ahí queda la cosa. No obstante, más allá de la perspectiva legal, es importante quedar atentos ante la tentación de generar un ambiente político de paranoia, donde cualquiera puede quedar expuesto al escarnio público en cualquier momento. No es extraño, sobre todo en el caso particular de México, que la vida privada de los actores políticos tenga el potencial de hacer pender de un hilo su prestigio, su seguridad y, muy importante, su libertad. La liviandad con la que se trata la privacidad en el mundo contemporáneo, al conjugarse con la avidez del poder por controlarlo todo en la medida de lo posible, genera una riesgosa combinación que no sólo replantea el asunto del “monopolio legítimo del espionaje” ostentado por la autoridad, sino que lo democratiza. De esta manera, a pesar de que pudiera pensarse que el potencial de control político se magnifica, en realidad se está en presencia de un entorno caótico. El peligro sobre los derechos y las libertades individuales es inquietante.

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