El 10 de marzo de 2006, a unas horas de entregar el poder, el presidente saliente de Chile, Ricardo Lagos, dirigió su último mensaje a la nación. Pronunció un discurso limpio y sencillo. No dio una sola cifra ni pretendió convencer a nadie de las bondades de su administración. No pidió perdón, no se disculpó, ni habló de su lugar en la historia. Un texto serio en el que no fustigó a sus adversarios ni criticó el pasado. Fue un texto neutral y sin adjetivos, propio de un jefe de Estado que entrega el poder en una democracia.
Fue, simplemente, una despedida. Y como deben ser las grandes despedidas, se trató de un mensaje breve y emotivo. Republicano en el sentido total del término. Con frases para la historia y para la memoria, de esas que sirven como epígrafe a los historiadores, para describir toda una época. En ese discurso, Ricardo Lagos le habla al hombre de su tiempo, pero también al hombre del futuro, con perlas de sabiduría que son lecciones para otras democracias.
Entre muchas otras frases, Lagos dij “Dejo la Presidencia de la República con la serenidad de un demócrata”. Es una frase redonda, completa y muy reveladora. Emocionante. Llena de simbolismo y de austeridad. Es una descripción completa del estado actual de la transición chilena, o mejor dicho, de la ya consolidada democracia chilena.
Después de una dictadura militar, impuesta por las armas y con violencia, la democracia chilena es capaz de permitir que su presidente deje el poder con la serenidad de un demócrata. ¿Puede haber un mayor signo de optimismo? ¿En que consiste esa serenidad? ¿En que radica la serenidad de un demócrata? Podemos ensayar que se trata de una condición íntima en la que coinciden varios sentimientos: responsabilidad, dignidad, satisfacción, sosiego y paz.
Un verdadero demócrata se siente sereno cuando experimenta la satisfacción consciente del deber cumplido. La apacible condición que da el saber que se ha hecho lo correcto. La serenidad de un demócrata implica, como lo dice el propio Lagos, saber que se ha entregado lo mejor de uno mismo para lograr las metas propuestas a los ciudadanos.
Significa también comprensión y, por supuesto, algo de perdón. Un demócrata sabe perdonar y olvidar los agravios que la política naturalmente genera. Porque entiende que por encima del interés propio está el valor superior de una forma de gobierno para todos. Porque entiende que la naturaleza de la lucha política exige entender y perdonar, a los amigos que se equivocan y a los enemigos que aciertan.
Un hombre de poder puede estar sereno si se sabe perdonar a sí mismo los errores, las limitaciones y las incapacidades. Si sabe perdonarse las palabras dichas sin reflexión y los momentos en los que el estadista cedió ante la condición humana. La serenidad debe exigir también algo de resignación, al conocer bien los problemas de un país y saber que no bastó la voluntad y los buenos deseos para tratar de resolverlos.
Un demócrata obtiene esa tranquilidad moral, al saber que ha gobernado, en y para una democracia. Ricardo Lagos dice en otra frase, que para él, “gobernar (…) es tener una visión del futuro de la historia patria, gobernar es tener una idea de país…”.
Cuántas lecciones, cuántas enseñanzas. Al toparse con un texto y con una democracia como ésta, es preocupante advertir que nuestro debate democrático gira de manera tan recurrente en torno a ratas, tepocatas, víboras prietas y chachalacas. En contraste con la serenidad de un demócrata, como Lagos, el presidente Fox dijo recientemente en una entrevista a la agencia de noticias Reuters (16/03/2006) que está harto de los políticos mentirosos. Confesó su incomodidad y dij “No hallo este mundo muy atractivo”, y remató con frases fuertes: “Para aquellos que tenemos valores, que creemos en la verdad, que rechazamos la hipocresía, que no nos gusta ser apuñalados por la espalda todos los días, que no nos gusta vivir con calumnias y mentiras, creo que todo el sistema político de México necesita una dosis muy fuerte de comportamiento ético”.
Qué distancia tan grande entre un presidente que dice entregar el poder con “la serenidad de un demócrata”, frente a otro que, a punto de entregarlo, confiesa que vive en la zozobra de la hipocresía, ante el disgusto de “ser apuñaleado por la espalda todos los días…”
La pregunta es: ¿De quién era la tarea de diseñar un nuevo sistema político mexicano? ¿A quién correspondía el liderazgo ético en una transición democrática tan compleja y delicada? ¿Quién era el responsable de encabezar los esfuerzos de una generación para consolidar la democracia? ¿A quién correspondía el trabajo de limpiar y depurar a la clase política? ¿Quién estaba obligado a crear un nuevo estilo de gobernar en democracia?
Lo hecho, hecho está. Y lo no hecho, también. Faltando los pocos días que faltan para la elección y para el cambio de poderes en México, lo menos que podemos esperar del presidente es prudencia y moderación.
La tarea de un presidente en tiempos electorales debe ser de neutralidad y concordia. Su trabajo en este momento debe estar orientado a crear condiciones de civilidad para que la democracia opere con normalidad. Es inaceptable ver al presidente de México fustigando candidatos en campaña. Esa no es su función y éste no es el momento de hacerlo.
Es muy probable que el presidente Fox no deje la Presidencia con la serenidad de un demócrata. Sencillamente, porque no cumplió con las exigencias que la historia puso frente a él. Pero, al margen de esa consideración, el presidente debe entender que desde donde está aún se pueden cometer muchos errores que podrían hacerle daño a nuestra democracia. Aunque esté harto, debe asumir que su responsabilidad termina a las doce de la noche del próximo jueves 30 de noviembre. Por el bien de todos, ojalá lo entienda.
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