La trata de personas: ¿asunto de pocos o asunto de todos?

Migración

Tras un operativo de la Procuraduría del DF en un conocido centro nocturno, por medio del cual se liberó a más de 40 mujeres víctimas de explotación sexual y derivó en 14 detenidos, la trata de personas se ha posicionado con fuerza en la agenda pública. Antes de comenzar el análisis, cabe apuntar que, si bien la trata de personas suele vincularse con la explotación sexual, este delito no se limita a estos fines. La trata es una actividad con distintos propósitos, desde el trabajo forzado, hasta la adopción ilegal, la mendicidad forzada e, inclusive, el tráfico de órganos. Por tratarse de un fenómeno complejo, cualquier bosquejo de solución está supeditado a la identificación de los grandes obstáculos que dificultan su persecución.

En 2007 se publicó la primera ley general especializada en el tema y, a partir de ella, se creó una procuraduría dedicada por completo a la persecución de esta conducta. Sin embargo, los resultados en los años posteriores fueron magros. Por ello, el año pasado se publicó una nueva Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar Delitos en Materia de Trata de Personas, con el propósito de corregir las deficiencias de su predecesora. Es importante señalar que, a diferencia de la ley anterior, la nueva legislación establece la persecución oficiosa del delito. Esto último es una característica positiva que debería facilitar la persecución, debido a que muchas veces las condiciones impiden que la víctima sea capaz de denunciar. Como se puede observar (sin descartar la perfectibilidad de la legislación), la causa de la falta de resultados no se encuentra en la ausencia de instrumentación legal.

En principio, la permanencia del delito se debe a la falta de capacidad del Estado para aplicar la ley. La gravedad de la omisión del Estado se incrementa ante la presencia cínica de indicios a partir de los cuales es posible presumir la comisión del delito. No obstante, el principal obstáculo que impide la persecución de la trata de personas –sin disminuir la responsabilidad del Estado— es la existencia de un alto grado de tolerancia y permisividad generalizada en la sociedad. Si bien es cierto que esta tolerancia no se produce respecto del acto de la trata per se, sí existe respecto de las manifestaciones del mismo. Por todos es conocida la existencia de zonas de la ciudad y centros nocturnos en los cuales abundan conductas que obligarían a las autoridades a, por lo menos, investigar. Gran parte de la tolerancia social se debe a la participación directa de la ciudadanía en conductas con altas probabilidades de tener implicaciones delictivas: desde la contratación de servicios sexuales, hasta la entrega de dádivas a personas obligadas a pedir limosna. Todo esto se agrava porque la trata es un delito que muchas veces afecta a personas migrantes e indocumentadas, lo cual dificulta la identificación de las víctimas y la empatía de la sociedad para realizar un verdadero reclamo en la materia. Las víctimas de trata se suman a los ambiguos números de personas desaparecidas sin que sea posible determinar con claridad la magnitud del problema.

El panorama no es halagüeño. Es claro que el combate a la trata de personas no se logrará por medio de la sola promulgación de una nueva ley o la creación de una fiscalía especializada. La disminución del delito de trata de personas depende, además de la persecución estatal, de una modificación del paradigma cultural. Las posibilidades de éxito de la instrumentación jurídica se maximizarán si su aplicación se acompaña de un proceso de concientización que permita advertir la existencia de delitos detrás de los fenómenos con los cuales convive a diario la sociedad y que, en no pocos casos, incentiva con su conducta.

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