De acuerdo con los coordinadores parlamentarios del PRI y el PRD en la Cámara de Diputados, en próximos días se dictaminará una serie de modificaciones a la iniciativa de la Ley de Ingresos 2014 presentada por el Ejecutivo federal el pasado 8 de septiembre. Aun cuando los legisladores han puntualizado que es en comisiones donde se llevan a cabo los debates, enmiendas y adiciones sobre el Paquete Económico, no son un secreto las gestiones y cabildeos de distintos grupos de interés, con el propósito de eliminar varias medidas incómodas –y, por momentos, absurdas—contenidas en el plan fiscal original del presidente Peña. En este sentido, destacó el caso de las cámaras empresariales, las cuales se vieron impelidas a sentarse a negociar con las autoridades hacendarias, dadas las múltiples inconformidades de dicho sector ante la miscelánea de impuestos propuesta.
Independientemente de si las mesas de diálogo entre los empresarios y la Secretaría de Hacienda influyan o no en un eventual nuevo dictamen legislativo en materia fiscal, los últimos acontecimientos podrían confirmar un modus operandi gubernamental cuando se trata de impulsar reformas complejas. Primero, el gobierno presenta iniciativas escandalosas –y, a veces, plagadas de yerros—a fin de inducir a los actores afectados –con capacidad y voluntad de pronunciamiento e influencia, no tanto a los más pasivos o sin voz— a sentarse a negociar. Hecho esto, se anuncian enmiendas y/o anexos a las propuestas originales, achacando su éxito a “haber escuchado a todas las voces”. Entonces, con un nuevo dictamen “consensuado”, no sólo se facilita la concreción de la reforma, sino también se corresponsabiliza de sus resultados a “todas las voces”. Así, la discusión sobre los impuestos estaría siguiendo el mismo patrón de otras reformas como la de telecomunicaciones, la de transparencia y, de cierto modo, la educativa.
La estrategia para lograr mayor legitimidad en la toma de decisiones, al involucrar a varios actores en el proceso, no es del todo criticable. Sin embargo, en el caso específico de la reforma fiscal, ello no garantiza la concreción de un plan que trascienda lo posible y dé un paso adicional hacia lo deseable. Es cierto que se vislumbran ciertos cambios positivos, pero sólo en el sentido de no hacer tan onerosas las cargas fiscales para el sector productivo, no tanto para atender los problemas estructurales en materia recaudatoria.
Hasta ahora, nadie ha tenido la audacia de presentar un plan concreto para atacar directamente las fuentes de la baja recaudación –como la informalidad—, la ineficiencia y poca transparencia en el ejercicio del gasto público. Ciertamente, el dilema fundamental del diseño de una política recaudatoria es encontrar un equilibrio entre tasar los ingresos, las utilidades o gravar el consumo. En un país tan fiscalmente indisciplinado (y corrupto) como México, una política basada en disminuir los impuestos a los ingresos y aumentar el impuesto al consumo se antoja como la solución real para revertir los efectos de una recaudación ineficiente. Muestra de ello es que el país, cuya producción ocupa el lugar 11 en el mundo, tan sólo obtiene recursos vía contribuciones por el equivalente a 17.5% de su PIB, lo cual representa niveles similares a los de economías del tamaño de Nicaragua o Togo. Por otra parte, sería ingenuo desestimar la impopularidad y el gigantesco tamaño del costo político de asumir una postura de esta índole.
Sea como fuere que quede la versión final, nadie puede dudar que el gobierno ha modificado el “modelo” fiscal y de política económica que prevaleció desde finales de los ochenta. A partir de ahora, el gobierno tendrá, a través del gasto, una fuente fundamental de demanda para impulsar el desarrollo del país a través de sus estrategias, sean estas por medio del crédito otorgado de la banca de desarrollo o directamente a través del gasto. Estamos en la antesala de un cambio fundamental de estrategia económica.
México requiere un aumento urgente de su base tributaria y políticas de eficiencia, transparencia y rendición de cuentas en el gasto público. Sólo así se podrán ejercer políticas redistributivas para atender a los sectores más vulnerables y fortalecer a las clases medias. Cualquier intento de desviación de esta ruta derivará en estancamientos o retrocesos. Lo que se necesitan son cambios de fondo, no satisfacciones discrecionales. El cambio prometido es enorme; la pregunta es si es el adecuado.
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