Lo que sucedió el viernes pasado en la carretera federal a Cuernavaca, Morelos, entre (aparentemente) agentes de la CIA y elementos de la Policía Federal, no ha merecido más que declaraciones ambiguas, cuando no encontradas, por parte de las autoridades mexicanas. Lo que había sido declarado por la embajada estadounidense, en un principio, como una emboscada, pronto fue matizado por la Secretaría de Seguridad Pública como un incidente y, después, como una desafortunada confusión. Existen, sin embargo, algunas certezas entre todas las versiones hasta hoy vertidas en los medios: cuatro vehículos conducidos por elementos de la Policía Federal persiguieron y dispararon contra otro de la Embajada de Estados Unidos en el que viajaban dos agentes de la CIA y un elemento de la Marina. Si los vehículos agresores eran, o no, oficiales, si los policías vestían, o no, de civiles, si abrieron fuego porque se les había informado que se transportaba a un individuo secuestrado o un narcotraficante, son preguntas que continúan sin una respuesta oficial.
Lo cierto es que, durante el enfrentamiento, los elementos de la Policía Federal dispararon con fusiles de asalto, en más de 150 ocasiones, contra un convoy diplomático que en ningún momento devolvió la agresión. La tentativa de homicidio es clara (por no mencionar las violaciones a las Convenciones de Viena sobre Derecho Diplomático) y, por ello, los dieciocho policías federales que participaron en el evento hoy se encuentran arraigados y acusados, también, por abuso de autoridad. A pesar de que las investigaciones ya se encuentren en curso, de lo que no se podrá culpar a los policías es de la dinámica de desconfianza y falta de coordinación que subsiste entre las corporaciones de seguridad pública y nacional en México. Tampoco se les podrá culpar a ellos de la peculiar relación que se ha construido entre los servicios de espionaje estadounidenses y la Secretaría de la Marina – aparentemente a espaldas de la Secretaría de Seguridad Pública. Podrán atribuirles las consecuencias de la incorrecta ejecución de un mandato, de abuso de autoridad, incluso de desacato. Pero no se encontrará, entre esos policías, al responsable de haber emitido una orden con base en información falsa. Ello debe ser parte de una autoevaluación gubernamental pues no se trata de la primera vez que las autoridades emprenden operativos fallidos precisamente por no corroborar antes de actuar. Basta recordar, como ejemplo de lo anterior, la detención del presunto hijo de “El Chapo”.
Cabe señalar que esta teoría, la de la ineptitud de las autoridades, resulta la menos perniciosa para el Gobierno Federal, ya se ensayan otras que explican la conflagración como un resultado natural y predecible de la “parcelización” de las fuerzas armadas y policíacas entre cárteles de droga. Sin embargo, si se aceptase la versión oficial y se concluye que, efectivamente, lo que sucedió el viernes pasado no fue más que una confusión, el panorama se mantiene profundamente desalentador. Los medios ya han insistido en que la única razón por la que no resultaron consecuencias fatales de este evento fue por el alto blindaje del transporte de los agentes de la CIA. Sobra señalar que si ese no hubiese sido el caso, México se encontraría protagonizando un grave incidente internacional. Es decir, a pesar de los recursos invertidos en profesionalizar y convertir a la Policía Federal en una corporación policiaca de primer mundo, hasta el día de hoy no se han palpado los resultados de dicha inversión: la tendencia de homicidios se mantiene estable a tasas exorbitantes, las capturas de narcotraficantes no pasan de medios mandos y, como evidenció el suceso en Tres Marías, los cuerpos policíacos continúan actuando sin respetar protocolos básicos de actuación. Así luce el país que entregará Felipe Calderón en los próximos meses. Del otro lado de la estafeta, sin embargo, existe sólo la ausencia de quién, bajo el argumento de respetar el fallo del TEPJF, continúa silente ante esta crisis de seguridad.
El punto relevante es que, a pesar de haber dedicado seis años a controlar la criminalidad organizada, este asunto, ocurrido en los albores de la transición presidencial, revela más las deficiencias que los éxitos de la lucha contra el crimen. También le confiere a Enrique Peña Nieto una oportunidad para dar un viraje sin amenazar o afectar a quienes han apoyado la lucha calderonista contra el crimen.
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