Desde 1958, México no se había visto afectado por dos meteoros de forma simultánea. En el Pacífico, la tormenta tropical Manuel y, en el Golfo de México, el huracán Ingrid, han afectado a 29 estados. En las próximas horas, el primero podría revitalizarse y cubrir las 3 entidades restantes (Sonora y la península de Baja California). Conforme pasan los días, el número de decesos se incrementa y, además de la tragedia que viven los 1.2 millones de mexicanos afectados, preocupa el desconocimiento del estado de aquellas comunidades hoy totalmente incomunicadas. Pero también debe inquietar su futuro. En los próximos años, los desastres naturales podrían recrudecerse debido a los efectos del cambio climático y afectarían a 27 millones de mexicanos, motivo por lo cual se vuelve imperativo diseñar una política encaminada a disminuir la vulnerabilidad de la población.
Los gobiernos no son responsables de la ocurrencia de los fenómenos meteorológicos, pero sí de la prevención de sus efectos. Uno de los objetivos del Programa Nacional Hídrico (PNH) del presidente Felipe Calderón (Peña no presenta el suyo aún) fue prevenir los riesgos derivados de fenómenos meteorológicos y atender los posibles daños a la población, a la infraestructura, a los servicios y a los sistemas de producción. Se contemplaba, además, la reubicación de los habitantes de las zonas más vulnerables con el fin de garantizar su seguridad. El PNH estaba repleto de buenas intenciones, pero su ejecución fue, a lo más, pobre. Muestra de ello es que los efectos positivos de los fenómenos meteorológicos, como la recarga de acuíferos y el incremento de almacenamiento de agua en las presas y lagos, no pueden ser utilizados para suministrar de agua al 40% del territorio nacional que padece sequías.
El apoyo a los afectados por desastres naturales es un acto humanitario. No hay duda de ello. Sin embargo, esto también es aprovechado tanto por el amarillismo mediático, como por el oportunismo político. En cambio, tomar medidas preventivas, como la reubicación de asentamientos humanos de las áreas más vulnerables y la inversión en infraestructura (como hacen los países desarrollados, diseñada para evitar impactos negativos de eventos naturales sobre la población), no parece ni vender espacios publicitarios, ni generar clientelas agradecidas. El Fondo de Desastres Naturales (Fonden) para la rápida rehabilitación de la infraestructura federal y estatal afectada por eventos naturales adversos es positivo más no suficiente. Dentro del entorno reformista tan presumido por la clase política nacional, sería ideal trazar un plan hídrico que reduzca de forma eficaz la vulnerabilidad de millones de mexicanos a desastres naturales. De otro modo, la verdadera tragedia no será la pérdida de bienes y vidas, sino el conocimiento de que tales pérdidas no se evitaron por negligencia.
La historia de los desastres naturales en México es vasta y onerosa. Si tan sólo se consideran los diez siniestros con los mayores costos económicos, se tiene que nuestro país ha sufrido pérdidas por más de 4.5 mil millones de dólares (eso, sin contar la “cifra negra” emanada de datos imprecisos u “omitidos” por la autoridad). De esos diez siniestros, nueve son afectaciones por huracanes o inundaciones. Asimismo, se puede notar una recurrencia en las zonas dañadas, no sólo por sus características geográficas, sino por la ausencia de planeación de infraestructura adecuada para encarar esta clase de contingencias. Es terrible la impotencia de ver regiones enteras del país azotadas por la sequía, mientras otras cada año quedan arrasadas por la fuerza del agua. Cabe señalar que uno de los pasos fundamentales de la civilización fue la “domesticación” del agua. Aunque lograr esto a cabalidad es imposible (recordar la tragedia de Katrina en 2005 o las inundaciones de hace unos meses en el centro de Europa), dejarlo al azar es irresponsable.
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