Los conflictos callejeros suscitados cerca del Palacio Legislativo de San Lázaro y en las inmediaciones de la Alameda de la Ciudad de México, durante la toma de protesta del presidente Enrique Peña Nieto, alcanzaron un nivel de violencia poco usual. Los daños derivados de los enfrentamientos de aquel día, según estimaciones de la CANACO – Servytur, alcanzaron un monto de más de mil millones de pesos. Ante esta situación, las autoridades del Distrito Federal desplegaron a sus elementos policiales y ello resultó en casi un centenar de arrestos, policías y civiles hospitalizados. Varias cosas llaman la atención: primero, la falta de preparación de las autoridades ante un escenario por demás predecible; segundo, la (aparente) evidencia de que hubo un grupo de provocadores profesionales sin que se aclara de quién se trata, lo que ha desatado toda clase de especulaciones, mismas que fluctúan desde culpar a AMLO hasta culpar a Peña; finalmente, tercero, es notable la falta de información al respecto. En este contexto, como parte de las reacciones a los hechos, tirios y troyanos de la escena política nacional han comenzado a desvincularse de los mismos y a señalar posibles culpables. Mientras tanto, los datos disponibles hacen que la búsqueda de responsables se desarrolle en un entorno turbio, por decir lo menos. Por ello, por ejemplo, sería desafortunado que la ciudadanía se apresurase a juzgar a todos aquellos que resultaron detenidos pues, en “ríos revueltos” como ésos, no faltan los justos que pagan por pecadores. Lo único cierto es que los ciudadanos continúan en la incertidumbre sobre qué está detrás de lo ocurrido en los disturbios del 1 de diciembre.
En su momento, el hoy ya jefe de gobierno del D.F., Miguel Ángel Mancera, declaró que estas expresiones de ninguna manera estaban vinculadas con otros actos de protesta encabezados por la izquierda institucional, como el mitin realizado ese mismo día en la Columna de la Independencia por Andrés Manuel López Obrador. En el mismo tenor, el diputado Ricardo Monreal fue más allá al asegurar que los desmanes fueron un acto orquestado con el fin de desprestigiar a las izquierdas, en particular a AMLO y al MORENA. Por su parte, algunos de los estudiantes adscritos al #YoSoy132 han denunciado que se busca criminalizarlos y que no tuvieron participación en los disturbios, por lo que piden la liberación de muchos de los arrestados pertenecientes a su movimiento. En tanto, la evidencia fotográfica, en video y según lo indicado por algunas pintas en los sitios afectados, además de lo establecido por los primeros reportes de la procuraduría capitalina, quienes encabezaron los actos vandálicos fueron integrantes de un supuesto grupo de anarquistas. ¿De dónde salieron? ¿Qué pretenden? Y, lo más importante, ¿en verdad son quienes “dijeron” ser? El caso es que nadie parece saber nada.
Los eventos violentos del 1 de diciembre invitan a dos reflexiones importantes. En primer lugar, la sociedad debe exigir que este tipo de acciones no queden impunes, pero esto no debe confundirse con la construcción de “chivos expiatorios” tan sólo para que haya una imagen de ejercicio eficaz del estado de derecho. En segundo término, se debe evitar caer en la tentación de denostar todo acto de protesta por su potencial de “salirse de control”. Si la discusión comenzara a degenerar en una “cacería de brujas” contra “los violentos”, esto podría prestarse a persecuciones políticas y, en un caso extremo, a la desarticulación de la protesta y la expresión legítima de opiniones críticas al gobierno. Asimismo, el miedo a la violencia sumado a los reclamos de castigo contra quienes la ejercen (o supuestamente lo hacen), forman la mezcla perfecta para adelgazar todavía más la línea entre la impartición de justicia pronta y expedita, y el regreso a prácticas violatorias de los derechos humanos a la hora de ejercer la autoridad. Lo que se necesita es la aplicación de la ley para el mantenimiento del orden y la paz pública, no la ejecución de sentencias por sí mismas. Esa diferencia será clave para la consolidación de un país democrático y liberal que asegure los derechos de sus ciudadanos.
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