Militares detenidos: ¿presuntos culpables?

Justicia

El 15 de mayo de 2012 fueron detenidos el general retirado Tomás Ángeles Dauahare, subsecretario de la Defensa Nacional durante los primeros meses del gobierno de Felipe Calderón, y el general brigadier Roberto Dawe González, acusados de presuntos nexos con el crimen organizado. Aunque fue la Procuraduría General de Justicia Militar quien inició el procedimiento, de inmediato ambos militares fueron puestos a disposición de la Subprocuraduría Especializada en Delincuencia Organizada de la PGR (SIEDO). Unas horas más tarde, otro general en retiro, Ricardo Escorcia Vargas, y un teniente coronel retirado, Silvio Isidro de Jesús Hernández Soto, también fueron capturados en el marco de la misma indagatoria. En estos momentos, dichos oficiales y ex oficiales del ejército mexicano se encuentran bajo arraigo de ley de 40 días. Más allá de lo que se pueda descubrir respecto a la trayectoria de estos personajes vinculados con la máxima institución a cargo de la seguridad nacional, vale la pena hacer una reflexión sobre un punto fundamental concerniente a las relaciones cívico-militares en México: ¿hasta qué grado ha afectado a las fuerzas armadas su incorporación a las labores de combate al narcotráfico?
Históricamente, las fuerzas armadas mexicanas habían estado involucradas, en mayor o menor medida, con funciones relacionadas con la lucha contra el narco. Sin embargo, antes de la década de 1990, el papel del ejército se remitía básicamente a decomisos, destrucción de plantíos y otras actividades más en el ámbito del control regional. Cabe recordar que el fenómeno del narcotráfico en aquellos tiempos no había tendido redes tan extensas y mandos tan diversificados como los existentes en la actualidad. Por otra parte, el régimen autoritario no se preocupó demasiado por formar cuerpos profesionales de policía en ninguno de los tres niveles de gobierno, ya que la seguridad pública y la procuración de justicia funcionaban no tanto por criterios sustentados en la aplicación de la ley, sino por medio de mecanismos informales de corrupción.
Paradójicamente, y contrario a lo ocurrido en el resto de América Latina, la transición democrática en México se encontró con ausencia de cuadros policiacos profesionales, circunstancia que propició que el gobierno federal no tuviera alternativa que darle mayor presencia a los militares en funciones policíacas. Más de medio siglo de autoritarismo había dejado como uno de sus saldos más perniciosos un “sistema” –por llamarlo de algún modo—de policías estatales, municipales y, en ese entonces, judiciales federales, con altos niveles de corrupción, indisciplina, inoperancia e ineficiencia. El aparato militar, en cambio, se había forjado en la cultura de la disciplina, la efectividad, el servicio y, sobretodo, la lealtad. No obstante, muchos analistas manifestaron entonces su preocupación por los potenciales riesgos de colocar a las fuerzas armadas en la primera línea de defensa contra la delincuencia organizada. El principal de estos riesgos era la infiltración del crimen en la institución mejor armada, con mayor presencia nacional y con los más eficientes órganos de inteligencia del país. Esos temores se materializaron cuando en 1997 el primer fiscal antidrogas, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, fue detenido en funciones acusado de vínculos con el Cártel de Juárez (junto con un amplio número de militares de alto rango). Sin embargo, hasta hace unos días, jamás se había llegado a arraigar de manera pública a tantos mandos militares de tan alto rango como los generales Ángeles, Dawe y Escorcia.
Independientemente de que los militares capturados lleguen o no a ser procesados, el hecho tiene varias aristas muy graves. De no ser probados culpables, los aparatos de investigación tanto civiles como militares quedarían en entredicho. Si sí lo fueran, sobretodo en el caso del general Ángeles, significaría que el cáncer del narcotráfico habría llegado a tan sólo dos escalafones jerárquicos abajo del comandante supremo de las fuerzas armadas, o sea, a la Subsecretaría de la Defensa Nacional. Es cierto que el presidente Calderón, durante su reciente visita de Estado a Barbados, señaló que su gobierno “no tolerará actos contrarios a la ley, vengan de donde vengan”. Tal vez eso sea una buena señal respecto a que no habrá ningún órgano del gobierno que esté exento de ser alcanzado por la justicia. Ahora bien, si se ve esto con mayor frialdad, habría que contraponer los dos lados de una imposible disyuntiva: primero, ¿en verdad acabará siendo positivo el balance costo-beneficio de aumentar la injerencia del ejército en el combate a la delincuencia? Y, segundo, ¿había alternativa frente a la percepción gubernamental de que era el Estado mismo el que se encontraba asediado por organizaciones criminales en extremo poderosas? En teoría, la determinación de emplear a las fuerzas armadas se tomó de manera temporal mientras las policías del país transitaban hacia un esquema de profesionalización, capacitación y disciplina digno de un régimen en democracia. Desde esta perspectiva, la pregunta pertinente es si realmente se hizo todo lo posible por avanzar en este sentido.

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