¿Será posible que la naturaleza sea benigna para algunas naciones e implacable con otras? A juzgar por la forma en que un huracán devastó Haití hace unos años, la respuesta parecería ser obvia. Pero no es la que dan Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith en un libro que no sólo trata los asuntos profundos del poder, sino que se intitula “Manual para el dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política”. Para ellos todo se remite a las estructuras políticas de una sociedad y no a la madre naturaleza. Huracanes, temblores, erupciones volcánicas y otros fenómenos naturales son eventos cotidianos en todo el mundo. Lo que no es evidente, dicen estos autores, es que los desastres naturales –el efecto del fenómeno físico- golpeen desproporcionadamente a los países más pobres y subdesarrollados.
Esta pregunta siempre me había intrigado. En 1978, cuando estudiaba en Boston, hubo una brutal tormenta de nieve que paralizó a la ciudad por casi una semana y devastó centenas de casas en el borde del mar. Sin embargo, la capacidad de respuesta gubernamental fue impactante: la velocidad con la que limpiaron las calles, atendieron a las víctimas y reconstruyeron las casas -ahora con un nuevo reglamento de construcción para que no volviera a suceder lo mismo-, y regularizaron el funcionamiento de la ciudad. La devastación fue enorme, pero el actuar del gobierno espectacular. El contraste con la forma en que se condujo el gobierno mexicano cuando la terrible explosión de San Juanico (San Juan Ixhuatepec) o el sismo de 1985 en la ciudad de México fue brutal. Nadie puede evitar los fenómenos naturales o los accidentes, pero la naturaleza de la estructura gubernamental y su relación con la sociedad hacen una enorme diferencia una vez que estos ocurren.
El argumento de estos estudiosos parte del principio de que la estructura y fortaleza de las instituciones con que cuenta una sociedad tiene un impacto desmedido sobre el resultado. Por supuesto que ocurren incidentes; lo que cambia es la forma (y capacidad) de la respuesta. El tema volvió a mi mente con la explosión reciente de una pipa de gas en San Pedro Xalostoc. Si bien uno podría extrapolar el argumento de estos autores a las regulaciones que norman, permiten o impiden que se transporte ese tipo de combustible, los accidentes de esta índole no son novedad en Europa, Japón o EUA. Hace poco explotó una fábrica de fertilizantes en Waco, Texas, matando a decenas de personas. Hace tres años hubo un accidente nuclear en una planta en Japón, pero un año después todos los habitantes de la región tenían resuelta su vida de manera integral.
Sucesos trágicos, igual los causados por la naturaleza que los que son resultado de accidentes industriales, son parte de la vida. Lo que diferencia a unas naciones de otras es la capacidad del gobierno para responder y, sobre todo, la funcionalidad de la gestión gubernamental cotidiana, que es la que hace posible que los impactos o consecuencias de este tipo de eventos sean de magnitud tan diferente. Y eso, dicen los autores, tiene todo que ver con la naturaleza de su sistema político.
Para quienes recuerdan el sismo de 1985, el gobierno fue sorprendido casi como el proverbial conejo frente a las luces de un automóvil. No existían procedimientos establecidos, el rescate más importante fue realizado por voluntarios, destacaron los contingentes de especialistas venidos de lugares como Italia con sus perros entrenados para ese tipo de circunstancias y hubo esfuerzos notables por parte de personajes como Plácido Domingo buscando a sus familiares en Tlatelolco. Lo que no existió fue el gobierno. Peor: el sismo evidenció la virtual inexistencia de gobierno: no había estado presente cuando se expidieron las licencias de construcción o cuando se autorizó la conclusión de esas obras, cuando vino el siniestro o cuando tenía que actuar tanto para atender a las víctimas como para restablecer una semblanza de orden en el funcionamiento de la ciudad.
El sismo de 1985 en el DF es un buen parangón del antes y del después porque, en retrospectiva, ahí se dio un parteaguas político quizá todavía mayor que el de 1968. El gobierno respondió ante los sucesos de Tlatelolco con una estrategia que resultó desastrosa para la economía pero su lógica política era impecable: se procuraba incluir a una población que había quedado excluida del proceso político sin perder el control del sistema. En contraste, el sismo marcó el inicio del colapso del viejo sistema: no sólo había quebrado el gobierno (1982) sino que ahora mostraba que no contaba con la capacidad para actuar y responder. Fue a partir de ahí que nació lo que acabó siendo una parte clave del PRD.
Pero, sobre todo, fue ahí donde comenzó todo un proceso de reforma política y económica que cambió (transformó sería una caracterización excesiva) al país. No cabe la menor duda de que el país ha mejorado notablemente desde 1985, como ilustra la espectacular capacidad de respuesta que se ha construido para casos de huracanes que, hay que recordar, hasta hizo posible que un contingente militar mexicano fuese a EUA cuando Katrina golpeó a Nueva Orleans.
El argumento de Bueno de Mesquita y Smith se puede resumir en una idea: un gobierno o un gobernante va a ejercer todo el poder con que cuenta y lo va a emplear para auto preservarse. Si ese poder no está acotado por medio de mecanismos institucionales (mencionan en particular a la transparencia, la rendición de cuentas y los contrapesos al poder), su propensión al abuso es infinita. De ahí que afirmen cosas como: que países como Haití son mucho más vulnerables a los huracanes que otras islas aledañas; que la existencia de vastos recursos naturales (como el petróleo) propician regímenes autocráticos; que los sueldos de autoridades menores tienden a ser extraordinariamente elevados en países subdesarrollados; y que mientras mayor sea el poder unipersonal, mayor la tentación a impedir que se desarrollen mecanismos de equilibrio que, dicen los autores, es lo que diferencia la forma en que responde el gobierno alemán ante un siniestro de como lo hace el de Bangladesh.
Puesto en términos coloquiales, los gobiernos y los gobernantes actúan dentro del marco de poder que los acota, es decir, cuando abusan lo hacen porque pueden. La experiencia de México a partir de 1985 es de un claro fortalecimiento institucional pero, como ilustra la criminalidad rampante, falta mucho más de lo que se ha avanzado. Con todo, de lo que no hay duda, como muestra recientemente Ecatepec, es que la capacidad de respuesta crece y mejora. Ahora siguen las policías y el poder judicial…
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