Las recientes declaraciones del Presidente Calderón sobre una encuesta que coloca a Josefina Vázquez Mota tan sólo cuatro puntos debajo de Enrique Peña Nieto han desatado un debate no sólo acerca del papel y credibilidad de las encuestas, sino también sobre cómo debe comportarse el Presidente durante la elección. Si bien no es claro en qué medida pueden las encuestas influir en las preferencias de los electores, es probable que el Ejecutivo esté apostando a generar un ambiente de posibilidad que rompa el (aparente) consenso en el proceso electoral, con la sugerencia implícita de que las cosas no están aún escritas. No obstante, con este tipo de acciones el Presidente podría estar asumiendo riesgos en términos de su imagen, que a su vez podrían tener consecuencias negativas para el final de su mandato e incluso para la candidata panista.
Dicho lo anterior, aunque hasta esta semana la mayoría de las encuestadoras más reconocidas ubicaban en primer lugar -con 17 puntos de ventaja- a Peña Nieto; en segundo a Vázquez Mota, y en tercer lugar, Andrés Manuel López Obrador tan sólo un par de puntos debajo de la candidata panista, la encuesta de GEA/ISA publicada el día de ayer -con sólo siete puntos de diferencia entre Peña Nieto y Vázquez Mota- parece confirmar que la anunciada por el Presidente no estaba fuera de la realidad. De ser así, todas las descalificaciones por parte de encuestadores, periodistas y partidos opositores habrían probado ser injustificadas e igualmente políticamente motivadas. En cualquier caso, lo que la encuesta de GEA/ISA confirma es que Peña Nieto no es invencible y anticipa una contienda mucho más cerrada de lo que muchos esperaban. La encuesta de GEA/ISA sin duda va a reconfigurar la actitud del votante, el apoyo de los empresarios y las negociaciones políticas.
La otra pregunta relevante es la relativa a la función del Presidente en los procesos electorales. La reacción de los actores políticos, incluida la demanda del PRD ante la FEPADE, obligó al Presidente a construir discursos en pro de la democracia en los días posteriores para matizar sus declaraciones, e incluso reunirse con la dirigencia nacional del PRI. Sin embargo, lo más grave que podría ocurrir sería una amonestación pública. En ese sentido, el Presidente podría percibir razonable seguir involucrándose. El presidente es jefe de Estado y jefe de gobierno. En su primera función tiene que colocarse por encima de las disputas electorales e incluso intentar mantener la paz política. En su segunda función, es un político que tiene todo el derecho de impulsar los objetivos que considere mejores. Esta doble función genera escozor, pero no por eso deja de ser real. Un Presidente partidizado y ocupado en asuntos electorales en un momento como el que vive el país en términos de violencia tiene consecuencias en la vida real, situación que se hace patente por encontrarse en su peor momento de aprobación -según Mitofsky y ADN político- situación que, de acentuarse, podría terminar por perjudicar a la candidata panista, quien nuevamente tendría que jugar un equilibrio entre ofrecer la continuidad que quieren los panistas y la diferenciación que demandan los votantes independientes. Es por esto que, independientemente de la discusión irresuelta acerca de si el Presidente debería poder participar activa y abiertamente en los procesos electorales -la ley vigente lo prohíbe- hay riesgos suficientes para que el Presidente revalúe los costos de su actuar.
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