Luis Rubio / Reforma
La pobreza de la parte sur del país es lacerante e intolerable y más cuando se aprecia la brecha creciente que caracteriza a los dos Méxicos, el que crece con celeridad y el que se rezaga y empobrece. Los sismos recientes no hicieron sino evidenciar, una vez más, las dimensiones del problema y la urgencia de atenderlo. No hay forma que el país pueda lograr el desarrollo si no “echa a andar” al sur. Pero no es obvio lo que se deba o pueda hacer para lograr este imperativo medular.
Lo primero que habría que hacer es definir el problema pues, en ausencia de una definición clara y realista, la imaginación se apropia de cada nueva camada de gobernantes, llevándolos, con la mayor de las frecuencias, a acciones tan impulsivas como contraproducentes. La imagen del sur como una región pobre y rezagada es real, pero incompleta. Ante la primera fotografía que emerge de cualquier observación, la respuesta inmediata es mandar carretonadas de dinero. Algunas versiones de esa mecánica adquieren la forma de subsidios, otras de programas de combate a la pobreza y otras más, recientemente, de “zonas económicas especiales.” Cada uno de estos esquemas tiene sus virtudes, pero el común denominador, como en tantos otros asuntos nacionales, es que esquivan las causas y se abocan a atender los síntomas.
La pregunta crucial es si el sur no se ha desarrollado por falta de dinero o si hay otros factores que preservan ese mundo de pobreza e impiden su progreso. Sin duda, ha habido menos inversión en infraestructura en estados como Oaxaca, Guerrero y Chiapas que en algunos de otras regiones del país y también es cierto que la falta de disponibilidad de energía para fines productivos (como gasoductos) ha inhibido el establecimiento de una planta industrial moderna. Sin embargo, hay muchas regiones del país (como el poniente) que han sido víctimas de similares carencias y, sin embargo, los índices de pobreza son radicalmente distintos. Jalisco, por ejemplo, apenas ahora gozará del primer gasoducto, factor que explica su baja incidencia en la industria pesada, pero eso no le ha impedido haberse convertido en el corazón de la industria electrónica y de computación en el país.
Otra de las perennes propuestas es la de la concreción de un “Plan Marshall” para el sur del país, idea que evoca el proyecto que enarboló el gobierno estadounidense para ayudar a la recuperación de las naciones europeas luego de la segunda guerra mundial. La idea no es mala en sí misma, pero una revisión de los resultados de aquel plan probablemente explica por qué resulta inviable. Mientras que Alemania convirtió al Plan Marshall (y a la Doctrina Truman) en una palanca para su transformación y logró convertirse en una potencia industrial en unos cuantos años, el impacto en Grecia fue sensiblemente inferior. La diferencia tiene todo que ver con las capacidades técnicas y administrativas de cada una de esas naciones.
Sin pretender ser experto en las estructuras políticas y sociales de estados como Guerrero, Chiapas y Oaxaca, parece evidente que esos factores explican más de su subdesarrollo que la ausencia de dinero. El estancamiento de esa región lleva siglos y tiene mucho que ver con las estructuras de poder y de control estatal y local; un gobernador de Zacatecas alguna vez me explicó que la diferencia entre su entidad y Aguascalientes es que todas las estructuras viejas y arraigadas de poder, reacias a cualquier cambio, se quedaron en control de Zacatecas, mientras que Aguascalientes, al separarse, gozó de la oportunidad de construir un estado moderno. Estoy seguro que, en concepto, la explicación es igualmente válida para el sur. No por casualidad dicen en Oaxaca que su queso epónimo es un fiel reflejo de su forma de actuar y decidir…
La negativa de diversas comunidades en el Istmo de Tehuantepec para aceptar la instalación de campos de energía eólica es un ejemplo: proyectos que habrían traído ingresos y algunos empleos y que no afectaban la vida cotidiana fueron rechazados por factores que probablemente van desde concepciones ideológicas hasta intereses políticos y económicos arraigados que prefieren el statu quo que les beneficia, al desarrollo que podría generar una población liberada de su yugo. La forma en que la SEP derrotó (más o menos) a la sección 22 del sindicato de maestros muestra que sí es posible romper esas estructuras de control y privilegio; también ilustra la naturaleza del problema: es claro que el gran énfasis tendrá que ser en capital humano, sobre todo educación para el desarrollo.
Es obvio que se requiere dinero, pero éste tiene que estar orientado al tipo de infraestructura que permitiera liberar oportunidades de desarrollo productivo, así como a la educación que permita desarrollar una visión y las habilidades para hacerla posible. Para logarlo, el énfasis tendrá que ser político: lidiar con las estructuras de poder que se rehúsan a crear condiciones para el progreso. Un proyecto de desarrollo integral requeriría una estrategia política dedicada a forzar el cambio en las relaciones de poder locales. El asunto es mucho más de poder que de dinero, aunque el dinero sea necesario. El orden de los factores sí cambia el resultado.
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