El 25 y 26 de mayo, cinco instalaciones pertenecientes a Sabritas –subsidiaria de PepsiCo- en Lázaro Cárdenas, Apatzingan, Uruapan, Celaya y Salvatierra fueron incendiadas, presuntamente por miembros de un grupo criminal vinculado con el narcotráfico. Por muchos años, la delincuencia organizada en México ha hecho blanco de sus acciones a las empresas. Ejemplo de ello han sido los numerosos robos en sus cadenas de proveedores y distribuidores, extorsiones, secuestros y homicidios. De acuerdo con cifras del Banco de México, 68% de las empresas en el norte del país manifiestan un daño grave vinculado con organizaciones criminales. Ahora bien, la diferencia del caso Sabritas recae en lo visible del hecho. Más allá de lo elocuente del mensaje de intimidación por parte de quienes perpetraron los ataques, hay un factor que se debe considerar. Generalmente, por el miedo a represalias, aunado a las escasas garantías que ofrecen las autoridades, empresas y empresarios suelen no denunciar ciertos hechos delictivos en su contra. Esto es uno de los elementos que nutren la dispersa aunque inquietante “cifra negra” en los índices delictivos. En esta ocasión, los criminales no tuvieron el mayor empacho en que sus actos fueran claros y contundentes ante los ojos de todos. La hipótesis que manejó en primera instancia la procuraduría estatal de Guanajuato fue que los ataques tuvieron la intención de mandar un mensaje al sector empresarial para incrementar el cumplimiento de demandas de extorsión. De inmediato, la versión fue desmentida por los directivos de PepsiCo. El punto es, ¿qué se puede hacer para eliminar esta sensación de impotencia ante las acciones de la delincuencia?
Tal vez los hechos en Michoacán y Guanajuato no van a engrosar la “cifra negra” de los crímenes contra la empresa en México. Lo grave es que, a pesar de que las autoridades logren dar con los autores materiales e intelectuales de los incendios, ello abona poco en la solución del complejo fenómeno delincuencial que padece nuestro país. ¿Cuántas veces hemos presenciado crímenes “espectaculares” donde la policía presenta presuntos y probados culpables después de pocos días o hasta horas de investigaciones y pesquisas?; ¿cuántas otras hemos escuchado o hasta padecido de acciones delictivas que no llegan a las primeras planas de la prensa o a los espacios estelares de la televisión y, por ende, suelen no tener la atención tan minuciosa y urgente por parte de la autoridad? Es evidente que no es posible para los cuerpos policiacos y de procuración de justicia atender todos los casos, en especial en una espiral de violencia y criminalidad como la que hoy vivimos. La situación se recrudece cuando el crimen tiene de su lado a un dos poderosos aliados: el dinero y el poder de fuego. No obstante, aquí aparece otro dilema: si el Estado debe tener recursos financieros y materiales superiores a los de quienes transgreden la ley y desafían la prevalencia del estado de derecho, ¿hasta dónde se puede tolerar una carrera en la lucha por la supremacía en este sentido? Por supuesto que la respuesta se complica cuando ni siquiera el mismo Estado cuenta con las herramientas institucionales mínimas para hacerlo. Tan sólo por mencionar dos casos de estas carencias están los retrasos a la aprobación de las leyes contra el lavado de dinero y la de seguridad nacional.
Lo que este caso evidencia es el grado de deterioro del Estado en su responsabilidad primordial. No se le puede pedir a la sociedad que asuma la responsabilidad que le corresponde al Estado, y menos esperar que se generen inversiones, empleos o actividad productiva cuando no existe una garantía elemental de orden. Quizás este caso evidencia, más que ningún otro, los límites de una estrategia de seguridad cuyo eje es la confrontación con las mafias en lugar de la protección de la población. Así, dos actos delincuenciales acaban desnudando a todo un sexenio y su fallida lucha contra un elusivo enemigo.
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