Incrementar la participación ciudadana, crear nuevos equilibrios entre poderes, e incluso, aliviar la inoperancia política de un Ejecutivo que no logra impulsar su agenda en el Congreso, son algunas de las virtudes vinculadas a la aprobación de una reforma política integral. Sin embargo, una reforma de tal magnitud modificaría el statu quo en el que un amplio sector de la clase política vería limitados sus privilegios. Esto obliga a considerar que son pocos los verdaderos incentivos para que dichos cambios estructurales se lleven a cabo. Dado que difícilmente la clase política se da un tiro al pie -de forma intencional- es válido preguntarse qué motivaría los cambios de fondo que se plantean.
Una posible respuesta es la presencia de una situación de crisis que obligue a los distintos actores a generar un acuerdo que resulte en un nuevo equilibrio institucional que desincentive el crecimiento de actores antisistémicos. La falta de acuerdo, en este y otros temas, haría evidente que tal sensación de urgencia aún no es percibida por la clase política.
Por lo tanto, más allá de cambios que modifiquen de fondo dicho statu quo, pareciera que es más previsible esperar que, dado que difícilmente se logrará un consenso sobre la minuta del Senado que hoy se discute en la Cámara de Diputados, en el corto plazo no habrá un paquete de reforma política aprobada. Cualquier desacuerdo respecto a dicha minuta obligaría a regresarla al Senado para su discusión. Ante la inminencia del periodo electoral y la falta de incentivos del Legislativo, alargar el proceso de discusión significaría enviar el tema a la congeladora.
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