El brutal impacto del terrorismo en la sociedad norteamericana en los últimos días ha devuelto la vigencia a un viejo debate sobre las libertades y derechos humanos y su relación con la seguridad pública. Ese debate ha sido particularmente vivo en nuestro país con respecto a las Comisiones de Derechos Humanos, a las que con frecuencia se acusa de obstaculizar la lucha contra el crimen. El verdadero tema, sin embargo, es el opuesto: el crimen y el terrorismo atentan contra la estabilidad social y política y viven de carcomer los derechos de los individuos y la fortaleza de las instituciones. La noción de que es imperativo erosionar los derechos de los individuos para mantener la estabilidad y la paz yace en el corazón del autoritarismo y del odio y la intolerancia que se manifestaron tan vívida y trágicamente en Nueva York y Washington el once de septiembre pasado.
Nada dice tanto sobre el terrorismo que la naturaleza de sus blancos. Las Torres Gemelas de la ciudad de Nueva York representaban la modernidad, el futuro, el optimismo y, más recientemente, la globalización. Algo hay en esos símbolos que sin duda atrajo a los terroristas. Lo mismo se ve en el Medio Oriente: los blancos favoritos de los terroristas palestinos en Israel no son las escuelas religiosas, las sinagogas o, lo que sería mucho más significativo, los asentamientos en los territorios ocupados luego de la guerra de 1967; lo típico son los atentados contra centros comerciales, discotecas y cadenas internacionales de restaurantes de comida rápida como Macdonalds. El odio es contra la modernidad.
En los hechos, los sucesos más recientes tienden a refutar la tesis de uno de los libros más influyentes en el pensamiento político de los últimos años, El choque de las civilizaciones de Samuel Huntington. Según Huntington, los conflictos futuros ya no se darán entre naciones sino entre civilizaciones, entre ideas y culturas. La tesis es sumamente poderosa y atractiva, pero los sucesos recientes tienden a debilitarla. La naturaleza del ataque terrorista y la multiplicidad de reacciones que ha despertado alrededor del mundo sugiere que la confrontación se dará menos entre las civilizaciones a que alude Huntington que dentro de las mismas. Así como hay profundas diferencias en occidente sobre el tema de la globalización (porque, de no ser así, no tendríamos el espectáculo globalifóbico cada que hay una reunión internacional relevante), existen las mismas rupturas dentro del mundo islámico. Los contrastes y contradicciones entre una visión progresista y moderna y una medieval no son potestad exclusiva de nuestra cultura.
A la luz de lo acontecido, hay dos maneras de contemplar el futuro. Una, la que acepta la tesis del choque de civilizaciones, anticiparía una embestida brutal de Estados Unidos (y Occidente) contra todo lo que se percibe como diferente o contrario. Muchos norteamericanos, lógicamente afectados por los actos terroristas recientes, abrazan esta visión. Sin embargo, es notable que después de las respuestas iniciales, se esté comenzando a vislumbrar otras perspectivas. Estas reconocen la complejidad del fenómeno y sus inherentes claroscuros y el hecho de que el problema no se resuelve erosionando libertades individuales o violando los derechos (incluyendo el de la vida) de personas o poblaciones inocentes, sino al revés, fortaleciendo la acción legal y la democracia, resolviendo problemas ancestrales de pobreza y desigualdad y elevando el valor de la vida. Ni la criminalidad ni el terrorismo se van a acabar golpeando gente o violando sus derechos. Muchos analistas piensan que el efecto contrario es más cercano a la verdad: que el abuso de esos derechos tiende a procrear y multiplicar las semillas del terrorismo y la delincuencia.
La demanda de retribución y venganza que expresa una gran parte de la sociedad norteamericana es plenamente explicable y justificable. Los norteamericanos se sienten violados, atacados y vejados. Con toda proporción guardada, igual se sienten las víctimas de secuestros y crímenes afines que exigen la pena de muerte para los infractores, cuando no recurren a vías más expeditas para hacerse justicia (como el linchamiento). El castigo a los terroristas y delincuentes debe ser ejemplar, pero éste no debe realizarse a costa de la destrucción de los valores que animan a la sociedad occidental, como la libertad, la legalidad y la democracia, de los cuales la sociedad norteamericana es un pilar fundamental. Pero la razón de esto no es solamente moral sino también práctica: la mejor manera de alimentar el odio y el nihilismo presente en el terrorismo y en la delincuencia es respondiendo con más odio en la forma de destrucción, violación de la dignidad de las personas y desconocimiento de las normas más elementales del llamado due process of law o acatamiento estricto de los procedimientos que establece la ley, que es precisamente lo que diferencia una autocracia de un Estado de derecho. Una persona inocente que ve su vida destruida por el abuso de un torturador policiaco o por los excesos de una venganza a un acto terrorista es naturalmente propensa a convertirse en delincuente o terrorista.
El terrorismo, a diferencia de la criminalidad, tiene por objetivo no sólo destruir y desmoralizar, sino crear una sensación de caos. Pretende destruir la columna vertebral de una sociedad, minando sus valores y generando fuerzas dispuestas a sacrificar la naturaleza democrática de la sociedad en aras de enfrentar al enemigo común. El objetivo de todo terrorista es político: emplea el terror para avanzar su causa de una manera totalmente racional. En el ataque a Estados Unidos nadie ha reclamado autoría; pero esa ausencia es, en sí misma, una manifestación. Como ilustra vívidamente la feroz y violenta lucha entre los modernizadores y quienes pugnan por retornar al medievo en Argelia (y, sin tanta violencia, en Egipto) las divisiones internas son tan grandes, si no es que mayores, que las que existen entre civilizaciones o culturas distintas. El punto es que lo deseable en el caso del terrorismo es tratar de exterminarlo y no alimentarlo al emplear las armas equivocadas.
Lo mismo se puede decir de la criminalidad que acosa a los mexicanos. La manera en que se combatía la criminalidad hace algunas décadas –violencia pura- permitía mantener una apariencia de paz y estabilidad, pero a costa de la destrucción gradual de la fibra ética de la sociedad, que es uno de los factores que sin duda alimentan la criminalidad en la actualidad. Muchos de los delincuentes de hoy aprendieron de antaño: observaron y experimentaron en carne propia el abuso, la tortura y la arbitrariedad policíaca cada vez que se desplegaba un operativo supuestamente orientado a desterrar la delincuencia. No es extraño que se haya acabado odiando a las policías e imitando a los criminales. Sí, la lucha era efectiva, mientras duró. Por ello lo crucial es no violar derechos de manera sistemática e indiscriminada porque de esa violación surge el crimen y el terrorismo subsecuentes.
No todas las sociedades han desarrollado y consolidado una cultura democrática y liberal. De hecho, excepción hecha de los modelos europeo y norteamericano, muy pocas sociedades alrededor del mundo han logrado modernizarse en forma cabal, situando el respeto a los derechos individuales como la razón de ser de la democracia y el desarrollo. Esta visión podría parecer eurocéntrica y determinista, anclada en el modelo occidental, y tal vez lo sea; sin embargo, cualquiera que haya observado las disputas que se manifiestan en sociedades como la egipcia y la indonesia, la china y la hindú, la mexicana y la argentina, va a acabar reconociendo que en ninguna sociedad existe una visión unánime respecto al futuro. Esto es, no todos los saudiárabes comparten los mismos valores o visión del desarrollo, como no todos los mexicanos lo hacemos. En todas las sociedades hay rupturas culturales y filosóficas importantes. La pregunta, desde una perspectiva liberal, es cómo fortalecer las que son afines para contribuir a sesgar el resultado de esas luchas, sean éstas pacíficas o violentas.
Las dificultades de las sociedades abiertas y democráticas no son nuevas. Hace décadas que el eminente filósofo Karl Popper escribió un ensayo magistral precisamente sobre las dificultades que enfrentan las sociedades liberales. En La sociedad abierta y sus enemigos, Popper argumentó que las sociedades liberales tienen siempre resquicios de la sociedad tribal de que provienen y que el shock que produce ese proceso de cambio con frecuencia lleva al surgimiento de movimientos reaccionarios que tratan de destruir a la civilización y retornar al tribalismo. La disputa en torno a la globalización ilustra claramente las tensiones que existen en diversas sociedades occidentales, tanto las que están plenamente consolidadas, como las que avanzamos en esa dirección. Pero lo mismo ocurre en otras culturas alrededor del mundo, donde las disputas, aunque con dinámicas propias y muy distintas en lo específico a las nuestras, reflejan el mismo tipo de tensión entre la modernidad y el retorno al origen. El fanatismo que mueve a un terrorista bien puede tener su explicación en esas tensiones.
Lo fácil en la lucha contra el terrorismo y la criminalidad es atacar en forma indiscriminada a todo el que tenga apariencia de criminal o al que vive en un determinado lugar. Nuestra historia está plagada de casos en los que personas perfectamente inocentes acababan confesando cualquier cosa con tal de obtener un respiro de la tortura a que estaban siendo sometidos. Sin embargo, si queremos ser una sociedad moderna, democrática y liberal, tenemos que hacer las cosas de manera distinta; tenemos que actuar dentro del marco del Estado de derecho para consolidarlo y hacerlo valer por encima de lo fácil y lo expedito. El debate en Estados Unidos sobre cómo responder a los terroristas ha avanzado precisamente en esa dirección: al principio todo mundo quería venganza a cualquier precio; poco a poco, sin embargo, comenzó a entrar en la ecuación el riesgo de destruir precisamente lo que se estaba tratando de preservar, la sociedad liberal. Lo mismo tiene que hacerse con la delincuencia. La batalla contra el terrorismo y la criminalidad se tiene que dar de manera directa y frontal, pero con las armas correctas. John Womack, el connotado profesor de Harvard lo dijo de una manera excelsa: “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir; son las formas decentes de vivir las que producen la democracia”
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