Decía San Agustín que el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente; y el futuro como expectativa presente. Para el presidente Calderón el tiempo es cada vez más corto y lo que no construya hoy ya no lo podrá cosechar, durante o después de su sexenio. Dada la forma en que ha evolucionado el actual gobierno y la complejidad de la era que nos ha tocado vivir, el presidente tiene que definirse con toda claridad: utilizará el tiempo que le queda para intentar que su partido gane la próxima elección o para enfrentar los problemas que aquejan al país. A estas alturas ya no puede hacer las dos cosas.
Este es tiempo de decisiones. El tiempo para pensar, planear y sembrar ya pasó. Aunque el periodo presidencial tiene seis años, la dinámica política no se divide en dos mitades. Al inicio, un gobierno tiene tiempo para plantear sus proyectos, encaminarlos y confiar poder cosechar antes del fin del sexenio. Pasado el punto intermedio que, en términos políticos, lo marcan las elecciones federales, el país entra en una dinámica electorera en la que todo se define en términos de la siguiente justa presidencial. Todos y cada uno de los temas del país se miden y juzgan a la luz de su potencial impacto sobre la siguiente contienda.
A lo largo de la historia, los presidentes hacían lo que podían en sus primeros tres años y después se dedicaban a preparar su sucesión. En la era priísta eso implicaba colocar a sus fichas en los lugares idóneos, negociar con los diversos grupos de interés y tratar de impulsar a su candidato preferido. Esto último lo hacían a través de un sinnúmero de mecanismos: programas con dedicatoria, apoyos implícitos, transferencias y subsidios a los proyectos o temas que beneficiaban al individuo específico y otros similares. El único ejemplo de la era panista, el de Vicente Fox, mostró un pobre aprendizaje de las formas priístas: el presidente supuso que por solo quererlo, todo fluiría en beneficio de su ungido pero, como bien sabemos, ganó un candidato ajeno a su corte. Por su forma de actuar, como presidente y como ex presidente, Fox se quedó con los dos activos con los que inició: su carisma y la derrota del PRI. Su presidencia no sólo no abonó nada a sus méritos sino que le restó.
Al presidente Calderón le ha tocado un periodo mucho más complejo. Desde el atropellado inicio hasta la crisis internacional, su gobierno ha ido dando tumbos. Incapaz de delegar autoridad en gente competente, ha hecho tanto como su estrechísimo margen de control le permite. Todo esto le ha granjeado una popularidad relativamente baja, grandes animadversiones en sectores, grupos y personas clave y muy pocos logros en los cuales anclar su futuro personal y político. Por su personalidad, tiende a excluir más que a sumar y a alienar más que a cooptar. Sus críticos pueden ser muy ignorantes pero no siempre están mal.
Ahora tiene los tiempos encima. Estamos a escasos veinte meses de que se definan las candidaturas y a dos años y medio de la próxima elección. El presidente tiene que definir si continuará por el mismo camino, lo que bien podría traducirse en una derrota del PAN, potencialmente en manos del PRI, o si redefinirá su proyecto. Si opta por seguir la lógica tradicional -dedicarse en cuerpo y alma a asegurar la elección de su candidato favorito- abdicará a toda posibilidad de avanzar cualquier agenda de reforma y, sin logro alguno para el país, la derrota del PAN estaría casi asegurada. Si, por otra parte, redefine su proyecto, tendría la oportunidad de hacer una diferencia que lo coloque en una nueva plataforma personal al final de su sexenio. No es una disyuntiva menor. El tema es político pero también personal, cómo quiere mirarse en la historia: como el presidente que, gane quien gane, dejó un mejor país o como quien se empecinó en un proyecto fallido.
Aunque en política no hay nada definitivo –como diría el famoso beisbolista Yogi Berra “esto no se acaba hasta que se acaba”- las tendencias no favorecen al partido en el gobierno. El desgaste es patente; los conflictos al interior del PAN van en acenso; la juventud le ha perdido la fe; y, más importante, no hay mucho que el actual gobierno tenga entre manos que le permita suponer que va a cosechar algo relevante en los próximos treinta meses. Lo que no se sembró a tiempo ya no se podrá traducir en beneficios políticos o electorales.
Esta circunstancia le obliga al presidente a medir sus propias fuerzas y posibilidades. Dedicarse a impulsar a un potencial sucesor constituiría una aventura por demás riesgosa y hasta sería posible argumentar que contribuiría a la derrota de su candidato. La experiencia del propio Felipe Calderón es relevante aquí: buena parte de la credibilidad que le llevó a ganar la elección en 2006 tuvo que ver precisamente con el hecho de que se pudo colocar legítimamente como independiente de Fox. El peor de los mundos para Calderón sería aquel en el que se empeña en nominar y hacer ganar a su candidato solo para acabar en la derrota y en el ostracismo permanente. Sería mejor que empeñe su futuro en algo transformador que, irónicamente, podría ser benigno para su partido.
La alternativa sería imitar la forma en que Zedillo actuó en la segunda mitad de su mandato. En lugar de dedicarse a las grillas del PRI o a apasionarse por un determinado candidato, Zedillo optó por una gran reforma electoral en la que se asumió como jefe de Estado y no como priísta. Esa distinción fue clave en el éxito de la reforma de 1996 que llevó a las sucesivas transformaciones electorales y políticas que experimentó el país. Zedillo lo pudo hacer porque decidió que el país era más importante que el PRI y eso le permitió negociar con los priístas con una libertad y credibilidad que ninguna persona comprometida con un resultado electoral de corto plazo le podía conferir.
El tema para Calderón no sería electoral, pero el dilema es exactamente el mismo. Su alternativa es entre ser un panista más que acabe fracasado y en la perdición o convertirse en un jefe de Estado que impulsa sendas reformas políticas y hacendarias que le permitan dejar un legado transformador, generacional, que ancle el futuro del país en un nuevo estadio de oportunidad. El problema es que no puede hacer las dos cosas porque no tendría la credibilidad necesaria para lograr negociar con fuerza los cambios radicales que el país requiere tanto en la dimensión político-institucional como en la del ingreso y el gasto. Ambos son asuntos trascendentales de poder que no se combinan bien con un interés partidista de corto plazo. Es tiempo de decidir.
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