En las últimas semanas, dos eventos internos en el Partido Acción Nacional han puesto de manifiesto la severa crisis que enfrenta dicho instituto después de haber dejado la Presidencia de la República. Tanto en su Consejo Nacional, como en su 17 Asamblea Extraordinaria, donde el principal objetivo era la aprobación de su reforma estatutaria, las sesiones debieron suspenderse ante el rompimiento del quórum de asistentes. Independientemente de las razones (y grillas) detrás de estos acontecimientos, vale la pena reflexionar acerca de cómo el partido que fue la principal oposición durante buena parte del periodo que gobernó el PRI, y crítico fundamental de la manera de ejercer el poder del régimen autoritario, ahora está padeciendo los vicios emanados de la ambición por acaparar las migajas dejadas tras la debacle electoral de 2012.
Desde su fundación en septiembre de 1939, hasta su arribo a Los Pinos en 2000, el PAN vivió el dilema entre ser, como lo definió Soledad Loaeza, una “oposición leal”, caminando sobre la delgada línea marcada entre legitimar un sistema en el cual sus posibilidades de triunfo electoral eran casi nulas, y luchar en su contra. Con el paso de los años, el desgaste del régimen, aparejado de cambios políticos y económicos en el mundo y una estrategia de avance electoral desde lo local hacia arriba fueron haciendo más factible la eventualidad de que un partido diferente al PRI llegara al poder en México. Aunado a ello, la sociedad mexicana comenzó a desarrollar un ánimo participativo y un creciente interés en las cuestiones públicas. Sin embargo, aunque la labor de Acción Nacional tuvo un papel relevante en la democratización del país, dicho partido no fue capaz de adecuarse a la realidad del poder, a las necesidades del ejercicio de las funciones de gobierno y al desarrollo de una plataforma transformadora -coincidente con sus principios, ideales e identidad- de la estructura política del país. En lugar de ello, la llegada del PAN al poder consistió más en una incorporación del otrora partido de oposición a las formas existentes, pero sin las habilidades de los políticos priistas. Además, se desarrolló un “chambismo” que sometió al PAN al mismo tipo de formas de corrupción que habían caracterizado al sistema desde siempre. Dejó de importar la defensa de una ideología o concretarla en un estilo de gobernar; el objetivo era conservar el poder a toda costa. Este fue el mismo error cometido por el PRI y que lo mantuvo fuera de Los Pinos por doce años. Entonces, igual que le pasó a los priistas en su momento, la orfandad del poder ha acrecentado los enconos entre los panistas y los coloca en un escenario de fractura sin precedente en sus más de setenta años de historia.
¿Qué le espera al PAN en los próximos meses? Como bien señaló Ernesto Cordero hace unos días, el PAN continúa siendo gobierno tanto desde el Congreso, como en sus espacios –en tendencia descendente—a nivel estatal y municipal. No obstante, su gran reto es, además de no perder lo poco que le queda, es reencontrar su identidad. Esto no significa volver a los principios que motivaron su fundación, sobre todo porque el México de entonces es diametralmente distinto al actual. Tampoco podrá ensimismarse en la retórica ramplona de la “oposición responsable”, ya que ello lo encaminaría a diluirse frente a un gobierno al cual, por el momento, todo parece salirle bien. Para volver a ser opción de gobierno, el PAN requerirá enfrentar la imperiosa necesidad de construir una plataforma susceptible de gobernar y de convencer de ello a la ciudadanía, no por medio de la oferta de lugares que ya no tiene y que poco interesan a los externos, sino a través de un mejor entendimiento de la realidad nacional, la comprensión de la estructura social diversa característica de nuestros tiempos y, por qué no, el cumplimiento de lo que tanto pregonó el partido y no pudo –o supo como- aterrizar: un estilo distinto y eficaz de gobernar.
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