El “circus” de la reforma político-electoral.

Presidencia

Uno de los acontecimientos más sorpresivos del intenso proceso de reformas que ha experimentado el país durante el primer año de gestión del presidente Peña, fue la carta de negociación esgrimida por el Partido Acción Nacional en dicho contexto. Así como el PRD obtuvo mayores recursos para las entidades donde gobierna y la inclusión de su agenda como la pensión universal y el seguro de desempleo como parte de la miscelánea fiscal, el PAN optó por “condicionar” su respaldo a la reforma energética con una reforma político-electoral a destiempo, con más complicaciones que soluciones, y con una “conquista histórica” cuyos resultados se vislumbran, por decir lo menos, ambiguos: la reelección legislativa. Las consecuencias de esa decisión de la cúpula panista, tomada en el seno del Pacto por México, enturbió el escenario de los acuerdos político-legislativos mucho más de lo previsto. En vez de cerrar el “circus” (palabra en latín para “círculo”) de los convenios, la reforma político-electoral ha desembocado en un “circus” (en su acepción en inglés) que desnuda el torpe proceder de la política mexicana.
En general, hay por lo menos dos perspectivas desde las cuales puede analizarse la reforma en cuestión: su contenido y su proceso de negociación. Respecto a lo primero, tal como lo indicó la senadora Layda Sansores, la oposición se satisfizo con una mínima parte de lo que exigía originalmente, en particular el PAN. El referéndum, la revocación de mandato, la segunda vuelta en los comicios presidenciales y, sobre todo, la intención de desligar los órganos electorales locales de los gobernadores, no sólo quedaron en meros anhelos, sino que poco o nada hicieron los legisladores en su defensa. Los panistas se han manifestado conformes y hasta orgullosos de haber conseguido la reelección legislativa federal consecutiva (por dos periodos para los senadores y por cuatro para los diputados), además de hacerla extensiva a congresos locales y presidencias municipales. Independientemente de cuestionar los candados –apenas suavizados en el dictamen final—que se ponen a los legisladores para poder buscar refrendar su cargo por un partido distinto al que los abanderó como candidatos, la reelección es un “arma de doble filo” en un sistema presidencial como el mexicano.
Es cierto, la reelección puede fungir como mecanismo de rendición de cuentas, usando el voto ciudadano a favor o en contra de dicha figura, a fin de evaluar la gestión de los congresistas y ediles. Sin embargo, el candado de la postulación partidista tiene el potencial de dejar la decisión de postular o no a un funcionario en manos de la dirigencia de los mismos partidos. Asimismo, la reforma no dice nada de los legisladores plurinominales, es decir, también los partidos tendrán la posibilidad de colocar a sus élites –por no decir a sus “consentidos”—por mayor tiempo en las cámaras legislativas.  En resumen, el nuevo esquema de reelección plantea un sistema mixto respecto al que prevalecía desde 1933: los partidos podrán optar entre continuar restringiendo la reelección en un afán de rotación de cuadros o, por otra parte, usarán dicha facultad para extender la vida política de sus grupos dominantes.
En cuanto al análisis del proceso de negociación de la reforma, la evidencia invita a la desilusión sobre el papel que ha desempeñado la oposición como contrapeso al gobierno federal. Peor aún, ha dejado de manifiesto la poca altura de miras de los partidos que alguna vez pretendieron ser adalides de las causas de la democracia y el acercamiento de la política con la ciudadanía. Legisladores que cambian de forma radical sus posturas en cuestión de horas –tal vez influidos por el inusual trabajo de deliberación por las madrugadas—, gran eficiencia en apresurar procesos –la reforma ni siquiera pasará por comisiones en la cámara revisora, lo cual, aunque legal, no es lo deseable—, cambios “al vapor” en los dictámenes y hasta descuido en la técnica legislativa, son sellos de esta reforma que, aun cambiando un número de artículos equivalente casi a la cuarta parte de la Constitución, sus eventuales efectos positivos no son claros en lo absoluto (salvo para la clase política).
Por último, tras la aprobación de todas las reformas planteadas desde Los Pinos, llegará el momento para que el presidente Peña decida si el resto de su administración será un “circus” (en latín) que integre un plan integral de gobierno, o una nueva versión del “circus” (en inglés) de la política nacional.

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