Los números electorales –y por tanto, la legitimidad—con los que Miguel Ángel Mancera accedió al cargo de Jefe de Gobierno de la Ciudad de México serían envidiados por cualquier político en el mundo. Ante un escenario así, lo consecuente sería esperar un ejercicio de liderazgo político notable, pero no ha sido así. A casi tres meses del inicio de su administración, el desempeño de Mancera ha sido de bajo perfil, por no decir que para muchos ha pasado desapercibido.
Lo anterior se acentúa si contrastamos el grado de notoriedad de Mancera con el que tuvieron sus predecesores mientras se desempeñaron en el cargo. Tanto López Obrador como Ebrard fueron Jefes de Gobierno con una presencia permanente, la cual produjo a la ciudadanía la sensación de que estaban siempre al tanto de lo que ocurría. A la postre, ambos se sirvieron de la relevancia del cargo para posicionarse como aspirantes a la Presidencia de la República– aunque uno la perdió en dos ocasiones y otro ni siquiera consiguió la candidatura de su partido. Por su parte, Mancera ha optado por desempeñar un papel mucho más discreto. Cabe preguntarse sobre la idoneidad de esta decisión. La ciudad es una de las más grandes del mundo (con una cantidad infinita de asuntos pendientes) y es necesario que la ciudadanía perciba la presencia de un gobierno fuerte. Incluso más allá de su presencia mediática, lo notable es que Mancera no ha sido capaz de fijar una agenda clara para la ciudad. Su desempeño ha sido más reactivo que propositivo. Como ejemplo, el regreso del tema de la inseguridad al debate público de la capital. La ausencia de agenda política, ocasionó que algunos picos en los índices delictivos de enero (sumados al mal manejo del gobierno) pusieran en jaque la idea de que la Ciudad de México es ajena a los problemas de criminalidad del resto del país.
A la par, Mancera ha elegido cambiar la tónica en la relación entre el Gobierno del DF y el Ejecutivo Federal. El actual Jefe de Gobierno decidió iniciar su gestión con una reunión en privado, por más de cuatro horas, con Peña Nieto. Ahora la relación entre gobiernos parece mucho más inclinada a la colaboración que a la oposición. Esto también representa una diferencia con sus antecesores, quienes usaron la relevancia del cargo para representar un contrapeso para el gobierno federal en turno. Este vuelco en la postura ha incidido mucho en la pérdida de notoriedad política del mandatario capitalino. Sobre esto, cabe apuntar como anécdota la declaración del ex regente, Óscar Espinosa, quien dijo sobre Mancera que “ha puesto a un lado las diferencias políticas con el fin de gobernar para todos”. ¿Será que la Jefatura de Gobierno estará adquiriendo tufos del Departamento del Distrito Federal? El tiempo dirá cuál de estos caminos resulta más efectivo para la administración capitalina.
Aunque todavía es muy pronto para evaluar su desempeño en términos generales, sus primeros meses ya han dado vistas de lo que se puede esperar. El bajo perfil y el giro en la relación con el Ejecutivo Federal son diferencias radicales con sus predecesores pero no implican que el suyo será un mal gobierno. Tiene aún la oportunidad de plantear su agenda legislativa en la asamblea local; ahí, aunque el partido que lo postuló –en el cual no milita—tiene mayoría, la fragmentación interna hace que el eventual impulso a los proyectos manceristas no necesariamente se den en automático. Por si fuera poco, Mancera tiene la difícil labor de mantener altos los índices de aprobación del PRD en el DF, ya que, a pesar de que su rival tradicional, el PAN, está muy debilitado, un adversario más hábil está al acecho.
Todo esto sugiere que las elecciones federales intermedias (2015) bien podrían cobrar una inusitada importancia para los tres partidos, cada uno por sus propias razones.
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