El periodo 2006-2012 se recordará como uno de los más violentos en México desde la Revolución. Aunque con endeble precisión, se han contabilizado millares de víctimas de todo tipo de crímenes: muchos cometidos por delincuentes organizados, algunos por amateurs que aprovecharon el momento, y otros más que han sido adjudicados a autoridades en los tres niveles de gobierno y pertenecientes a todos los colores políticos. Sin embargo, al tiempo que se desataba un ambiente de inseguridad, también comenzó a gestarse un fenómeno de formación de sociedad civil que, aunque diversificado en células heterogéneas, ha buscado mecanismos que contribuyan a recuperar la paz. La Primera Cumbre Ciudadana y los Diálogos por la Paz – incluso el movimiento de #YoSoy132- que han tenido lugar en las últimas semanas, bien podrían ser el epílogo de una evolución ciudadana que finalmente asumió como propia la cosa pública. No obstante, lo anterior no significa que el país ya cuente con una sociedad civil madura consolidada. De hecho, su fragilidad ha quedado constatada cada vez que alguno de sus líderes abandona el bastión civil para incorporarse a las filas gubernamentales, además de que muchas organizaciones supusieron que la derrota del PRI en 2000 implicaba, inexorablemente, el triunfo de la democracia y de la sociedad civil.
Las organizaciones de la sociedad civil (OSCs) son un vínculo entre la sociedad y el Estado. Éstas surgen, en buena medida, para responder a una crisis de representatividad de los intereses de la ciudadanía. Por ello, entre sus características definitorias está la de incidir en la esfera pública a fin de lograr el bien común y, sobre todo, la de conducirse como organizaciones sin ánimo de lucro, poder político o de adhesión a un partido determinado. En el país, el surgimiento de las OSCs estuvo aparejado a desastres naturales, pero también políticos o sociales: el movimiento estudiantil de 1968, la organización social que devino del temblor de 1985, y las OSCs que surgieron durante el proceso de transición. En años recientes, la ola de violencia fungió como catalizador de nuevas movilizaciones como las “marchas blancas” de 2004 y 2008 y, más reciente, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que reúne víctimas de todo el país. Sin embargo, la experiencia histórica indica la poca probabilidad de que dichas organizaciones trasciendan la coyuntura de la cual emanaron. En el caso particular de México, el tiempo promedio de vida de una organización civil es de apenas dos años. Más aún, mientras que en Estados Unidos existe una OSC por cada 1,500 habitantes, en México sólo hay una por cada 6 mil.
La flaqueza de las OSCs en México resulta natural si se entiende que, por muchos años, el contexto político autoritario inhibía el ejercicio de los derechos de expresión, manifestación o asociación. Pero no sólo eso. Gobiernos pasados –y también recientes- han consolidado mecanismos para incorporar a los líderes de las OSCs en la burocracia gubernamental y, con ello, desarticular toda la organización. Es por eso que la gran crítica que hoy se presenta ante estos grupos es su incapacidad de, de hecho, construir una organización y no depender de figuras unipersonales, su incapacidad de permanecer como entes autónomos. Es ese el reto que se avecina para los movimientos, liderazgos y organizaciones que se formaron a lo largo de este sexenio, aunque no el único. Además, deben hacerse cargo de la responsabilidad que implica su capacidad de incidir en la formación de nuevas políticas públicas. Si bien puede considerarse un logro la creación de nueva regulación- como las ley de víctimas o la anti-secuestro- vale la pena preguntarse si las organizaciones que las impulsaron ya les han realizado una evaluación de calidad, pertinencia o alcance.
Consolidar la participación de las OSCs continúa como una tarea pendiente para la ciudadanía. Trabajar en esto es impostergable pues, incluso años después de la alternancia, aún encontramos resabios de autoritarismo en la regulación electoral, en la forma en la que algunos gobiernos locales reaccionan ante las marchas de protesta, en el manejo político de algunos medios de comunicación y, muy importante, en las prácticas corruptas que cunden en sociedad y gobierno. Para eliminar de raíz tales prácticas, la participación ciudadana crítica, informada, organizada y responsable, sea en una organización o desde el plano individual, es crucial. El potencial retorno del PRI podría constituir un desafío formidable para toda una generación de mexicanos.
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